Cumplió
con toda la rutina sin vacilar, con un aplomo que le envidiaría hasta el más
experimentado hombre de negocios. Era,
en todos los sentidos, el vivo retrato de su padre y Dome se sintió tan
orgullosa. Era guapo y encantador como
su padre, solo que no con esa frialdad que había tenido cuando lo conoció, ese
aparente “desencanto” por el amor. Alex parecía creer en los cuentos de hadas a
pesar de la madurez con la que Seb le hablaba, ellos siempre se habían entendido
de una manera especial, desde el primer instante.
Alex se
bajó del escenario una vez que proclamaron la ganadora, que no fue Aurora. Sin embargo, para él no había persona más
hermosa que ella. La miraba y era una
niña tan dulce. Con su cabello recogido, su tierna sonrisa y sus ojos
brillantes hacían que él quisiera abrazarla muy fuerte.
Alex recordó el beso en la mejilla que
había tenido que darle en ese escenario.
Se tocó sus labios con gesto ausente y casi pensó que podía entender el
amor que su padre tenía por su madre.
Tal vez, y solo tal vez, él podría tener a la persona que amaría toda la
vida frente a él, como siempre lo soñó. Como siempre lo supo.
–Hijo, estás inusualmente callado
–observó Dome mientras le servía más café– ¿seguro estás bien?
–Sí, mamá –Alex ladeó la cabeza– solo
que no tengo ganas de ir a una cena hoy.
–No señor, con ese gesto no me
convencerás Alexandre Lucerni. Vete olvidando que iré sola –advirtió Dome con
firmeza.
–Nunca fue esa mi intención –sonrió
Alex lamentándose que su encanto fallara con su madre. Conforme iba creciendo,
parecía tener menos efecto– Mamá, ¿por qué solo cuando están molestos conmigo
usan mi nombre completo tú y mi padre?
–¿De verdad? –Dome contestó con aire
ausente a la pregunta que incluía a Sebastien– jamás lo había notado.
Lo dijo con la mente muy lejos de
ahí. Eso era evidente, Alex no pudo
evitar pensar en lo absurdo de la situación. Sí, de nuevo solo podía pensar que
jamás imaginó que este sábado tan aparentemente normal se convertiría en
semejante locura.
***
Danaé se sentó con fastidio en el
borde del sofá que estaba ubicado frente a los vestidores. Estaba agotada y
realmente podría aventar cualquiera de las cinco bolsas que iba cargando al
primero que mirara. Tal vez podría asomarse por el balcón de aquella tienda y
dejarlas caer sobre el pavimento. Eso enloquecería a su madre y ni que decir el
grito que Beth pegaría. Pero ellas tenían la culpa de empujarle a pensar en cosas
tan sin sentido. ¿Por qué la obligaban a venir cuando sabían que lo odiaba?
Estar probándose ropa era una tortura, zapatos que no volvería a usar y
maquillaje que prefería fuera inexistente.
Suspiró mirando la decoración de la
tienda. Sobria y elegante, quizás eso era lo que no le gustaba del todo, el
lugar simplemente no le inspiraba nada.
No es que no tuviera sentido de la elegancia, solo que no veía la razón
para que lo elegante no pudiera ser brillante también. Todo opaco. Ahí faltaba
color y vida. Sobre todo vida, alegría, no podía precisarlo. Solo que realmente odiaba estar ahí.
Miró el reloj, como si no hubiera
estado haciendo lo mismo durante los últimos quince minutos. Si, seguía siendo
las 2:45 de la tarde, ni un minuto más del que había visto. Escuchó pasos detrás y cerró los ojos ante la
avalancha que se avecinaba sobre ella.
–¡Danaé! ¿Por qué no estás en el
vestidor probándote los vestidos que escogimos? –Danna interrogó con tono
tranquilo, pero en su mirada se notaba la exasperación que contenía aquella
aparente pasividad.
–No me gustan –soltó antes de
pensárselo. Trató de arreglarlo agregando– no son mi estilo mamá. Simplemente
quiero ir con el azul cielo que tengo.
–Pero ese ya lo has usado, hija mía.
–Ese es el que me gusta. No necesito
otro, es tan solo una cena familiar.
–No, no es solo una cena
familiar. Es muy importante para Beth y
lo es para todos nosotros.
–Es cierto –asintió Danaé– pero dudo
mucho que a Beth le interese si uso ese vestido o cualquier otro. Es su cena.
Danna sentía ganas de ahorcar a su
hija pequeña. No entendía esa apatía hacia las compras, no era nada natural.
Suspiró con resignación y Danaé pensó que tal vez había ganado la batalla. Sí, como si eso fuera a suceder alguna vez.
–No nos iremos de aquí hasta que tú no
compres un vestido, Danaé –sentenció Danna cruzándose de brazos– aún cuando nos
tome toda la tarde. Y ni pienses en
desafiarme.
–Jamás lo pensaría –murmuró Danaé
derrotada y tomó camino hacia el vestidor más cercano para terminar de una vez
con una tarde absurda.
Luego de una hora, tenía en sus manos
tres vestidos que tendría que volver a probarse. No le hacía gracia la idea
pues cada vez que se los probaba, la talla no era la adecuada. Le ceñía
perfectamente pero era demasiado largo, o le quedaba pequeño pero el largo era
ideal. Una razón más para odiar totalmente las compras. Finalmente los miró con
ojo crítico, su lado creativo apreciaba los colores y pensó en elegir el que mejor
resaltara su cabello marrón chocolate o sus ojos… ahí también iniciaba otro
problema. El color de sus ojos variaba así que tratar de resaltarlos era una
tarea complicada.
Encontró un espejo y los miró, en ese
momento eran castaños, casi oscuros. ¿Quién podría saber si continuarían así
hasta la noche o se tornarían miel? Esa gama de colores le encantaba sin duda,
pero dejaba fuera de juego combinar con sus ojos. Bien, su cabello sería
entonces. Tomó los tres colores:
turquesa, marrón y verde. Los tres
diseños eran bellísimos, no lo iba a negar.
Solo restaba elegir un color. Un color.
–¿Está todo bien, Danaé? –preguntó
Beth al notar su demora– creo que en el vestidor había una ventana y huyó –bromeó
dirigiéndose a Danna.
–No mi querida Beth, si ella sabe lo
que le conviene, no lo hará –dijo Danna con seguridad y siguieron eligiendo
accesorios, se alejaron.
–Por lo menos me han dejado sola con
mis pensamientos un momento –susurró Danaé y se colocó el vestido que tenía
ahí. El turquesa– Qué más da, este
tendrá que ser –dijo encogiéndose de hombros.
Salió con sigilo y se dirigió a la
caja registradora. Pagó con su tarjeta y dejó que lo prepararan para
llevárselo. Sintió unos rápidos pasos detrás de ella. Era su madre, Danna.
Danna se dirigió hacia la caja,
incrédula sobre lo que Danaé había hecho.
Ya era demasiado tarde –supuso– al notar el gesto triunfal en la cara de
su hija menor.
–Dijiste que no nos iríamos si no
compraba un vestido –precisó Danaé– pues ya está. He comprado un vestido y nos
vamos ahora –sonrió ampliamente al saberse ganadora de esa tarde.
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