En la tarde, tras la insistencia de la enfermera y la de Margueritte que
a su vez habían sido presionadas por múltiples llamadas telefónicas de
Cristhian, Liz recorrió la casa valiéndose de la silla de ruedas.
Era un lugar impresionante, amplio y a pesar de la sencillez se notaba
lo costoso del mobiliario. Sin mencionar que una casa de aquel tamaño debía ser carísima, aún así desprendía un
aire impersonal casi como un espacio
esterilizado.
No era una verdadera casa, no era su hogar ni el de Cristhian, era un
lugar de paso, adquirido y adaptado para aquella situación especial.
Entró a la habitación que él ocupaba, no había mucho allí, una cama
amplia, un sillón, un escritorio con una computadora y un armario con poca
ropa.
Nada que hablara de él, ni toques personales.
Ver aquello empeoró su estado de ánimo, en qué diablos pensaba Cristhian
al disponer aquella convivencia forzada Y en qué diablos pensaba ella al
aceptar, aunque para ser precisos no
había aceptado sino que se había dejado llevar, lo había dejado hacerse cargo
sin oponer resistencia.
Aquella situación no podía continuar, ya no había nada que los uniera,
no podía permitir que él se hiciera cargo de ella ni siquiera bajo la excusa de
que no había nadie más que lo hiciera.
Sin embargo también sabía que discutirlo con él no sería fácil, no era
alguien que cambiara sus decisiones, oponerse a ello sería iniciar una guerra,
y no estaba segura de tener fuerzas para hacerlo.
Él no iba a almorzar ya que le
quedaba lejos de su empresa, pero sí salía antes para llegar temprano a la hora
de la cena.
Cuando llegó, Elizabeth pensó hablar del tema con él pero apenas lo vio
el ánimo se le cayó al suelo, ella ni siquiera era capaz de ponerse en pie, y
él se veía tan duro, tan inaccesible. Cada vez que lo observaba los recuerdos
se arremolinaban en su mente y aquel hombre de negocios intransigente se
superponía con el de antaño.
-¿Ya cenaste?- le preguntó él.
-No aún no.
-Cenemos juntos- propuso Cristhian y ella negó con la cabeza.
-Prefiero comer en la habitación, sola.- él respiró fuertemente como si
intentara controlarse o callar lo que iba a decir.
-De acuerdo, como quieras – dijo finalmente y Elizabeth notó que se lo
veía cansado. Sin embargo endureció su corazón. Él no necesitaba su
preocupación.
La chica se movió dificultosamente con la silla de ruedas, era liviana y
muy operativa, pero le costaba manejarla.
-Elizabeth…-la llamó él y ella giró la cabeza.
-¿Sí?
-Nada, olvídalo.
Cristhian estuvo tentado a ayudarla pero se contuvo, sabía que su gesto
no sería bienvenido. De camino a su habitación, ordenó que la ayudaran y que le
llevaran la cena a Liz, también dijo que él no comería, repentinamente había
perdido el apetito.
Para Liz era muy penoso tener que aceptar la ayuda de la enfermera y
Margueritte para poder dejar la silla y volver a la cama, aunque todo había
sido ajustado para que ella se moviera lo más independientemente posible, no
podía soslayar el hecho de que no podía caminar.
Lo odiaba.
Para ella el baile siempre había sido expresión de sí misma, en el
escenario se sentía libre, brillaba y era feliz. No existía ni el miedo, ni la
soledad, ni la tristeza, ella como bailarina era la mejor versión de sí misma.
Ahora eso se le había escapado para siempre y era prisionera de su propio cuerpo, y de los
recuerdos.
Porque los recuerdos se sentían
como pesadas cadenas
Los actuales días con Cristhian eran una sombra de lo que habían sido
alguna vez.
Después de la primera vez que
hicieron el amor, su mundo se volvió idílico, parecía que sólo estaban los dos
y nadie más.
Él trabajaba y ella estudiaba además de ensayar
cada día, pero los momentos que se
sentían reales eran los que pasaban juntos.
Cristhian y su abuela habían ido
a verla bailar y habían aplaudido orgullosos la presentación, pero ella se
había sentido mucho más feliz cuando una noche había bailado sólo para él,
envuelta solamente con una sábana,
mientras Cristhian la observaba
semidesnudo desde la cama.
La mirada intensa de aquel hombre
siguiendo cada movimiento suyo la había hecho sentir poderosa, casi una diosa
pagana.
Así era Kensington, podía
transformarlo todo con su presencia. Y al sentirse querida y atesorada por él,
el mundo se había vuelto más brillante.
Sabía que pronto se iría, pero
estaba decidida a no dejar que eso empañara su felicidad. Cada cosa juntos era
un milagro, desde salir a pasear agarrados de la mano, preparar la cena juntos hasta
hacer el amor lentamente para alargar el tiempo que tenían.
Era feliz y también él, no
recordaba haberlo visto reír tanto como en aquellos días. Pero esa felicidad
tenía un plazo.
-¿Te vas mañana? – preguntó ella
acurrucada en sus brazos.
-Si – contestó secamente y la
chica no pudo ver su expresión para saber si lo afectaba tanto como a ella.
-No te vayas…- susurró y entonces
él se movió para besarla intensamente. Cuando el beso acabó le habló quedamente.
-Tengo que irme, pelirroja, para
luego podre volver y quedarme.
-Desaparecerás de nuevo…
-No, ahora soy tuyo, ¿lo olvidas?
– bromeó y ella suspiró.
-Debí ponerte un sello en la
frente, es más seguro. Tengo miedo que sea como la última vez…-confesó ella.
-No lo será. Hablaremos pro
teléfono, aunque no sé cuál será mi próximo destino te daré mi dirección tan
pronto tenga una y también tienes todos los datos de contacto de la empresa
donde trabajo. Si no sabes de mí pronto puedes hacer un pedido de captura…
-Soy capaz de hacerlo, ¿lo sabes,
verdad?- dijo ella abrazándose más fuerte a él.
- Lo sé, estás poniéndote más
osada con los años, podrías llegar a ser muy peligrosa. Así que tendré que
regresar y cuidar de ti…
-¿Cuántas veces?
-¿Qué?
-¿Cuántas veces te irás Cristhian
y me harás esa misma promesa? No soy Penélope sabes…
-Lo sé, pero como Ulises también
tengo un viaje que hacer antes de regresar a ti.
-¿Regresarás?
-Siempre…Liz.-dijo y la besó de
nuevo hasta que la pasión los arrastró.
Al día siguiente se marchó.
Después de cenar, Elizabeth se quedó dormida pero apenas pasada la medianoche se despertó
gritando de dolor.
Cristhian entró corriendo a la habitación alertado por sus gritos.
-¿Liz…qué sucede? ¿Liz…? – llamó acercándose a la cama.
-Me duelen, me duelen las piernas, mucho…- dijo ella y volvió a gritar.
Sin más, él se acercó y la levantó en brazos.
-Tranquila cariño, tranquila…- dijo mientras salía de prisa cargándola. Llamó a los gritos a la enfermera quien no
supo explicarle qué sucedía con Elizabeth y también dio órdenes al personal de la
casa para que prepararan el auto.
- Yo conduzco - dijo el chofer
viendo el estado en el que encontraba su jefe, pero Kensington se negó, no
podía confiar en nadie más tratándose de Liz. La depositó en el asiento trasero
del auto junto a la enfermera que trataba de calmarla. Sin embargo el dolor era
muy fuerte, sentía como si volvieran a aplastarle las piernas.
Él se puso al volante al tiempo que
dejaba su teléfono en alta voz y empezaba a hacer múltiples llamadas
para asegurarse que los médicos estuvieran esperando en la clínica cuando
llegaran. En la neblina del dolor, Liz pensó que era muy tarde y que aquella
gente debería estar durmiendo, pero Cristhian no pedía, sino que ordenaba, no
había lugar para negarse. Por una vez aquella característica suya no la molestó
sino que le dio seguridad.
Pasara lo que pasara, él iba a asegurarse de que aquel dolor se fuera.
¡Que sufrimiento! Preciosa historia, Nata. Quiero maaas jijiji
ResponderEliminarBesitos
Estoy de acuerdo con Yola, una historia preciosa. Gracias Nata y quiero más!! (Había jurado que ya comenté... pero al parecer no).
ResponderEliminarBesos!!