domingo, 14 de septiembre de 2014

Heridas de amor 12



En la tarde, tras la insistencia de la enfermera y la de Margueritte que a su vez habían sido presionadas por múltiples llamadas telefónicas de Cristhian, Liz recorrió la casa valiéndose de la silla de ruedas.
Era un lugar impresionante, amplio y a pesar de la sencillez se notaba lo costoso del mobiliario. Sin mencionar que una casa de aquel tamaño  debía ser carísima, aún así desprendía un aire impersonal  casi como un espacio esterilizado.
No era una verdadera casa, no era su hogar ni el de Cristhian, era un lugar de paso, adquirido y adaptado para aquella situación especial.

Entró a la habitación que él ocupaba, no había mucho allí, una cama amplia, un sillón, un escritorio con una computadora y un armario con poca ropa.
Nada que hablara de él, ni toques personales.
Ver aquello empeoró su estado de ánimo, en qué diablos pensaba Cristhian al disponer aquella convivencia forzada Y en qué diablos pensaba ella al aceptar, aunque  para ser precisos no había aceptado sino que se había dejado llevar, lo había dejado hacerse cargo sin oponer resistencia.
Aquella situación no podía continuar, ya no había nada que los uniera, no podía permitir que él se hiciera cargo de ella ni siquiera bajo la excusa de que no había nadie más que lo hiciera.
Sin embargo también sabía que discutirlo con él no sería fácil, no era alguien que cambiara sus decisiones, oponerse a ello sería iniciar una guerra, y no estaba segura de tener fuerzas para hacerlo.
Él no iba a almorzar  ya que le quedaba lejos de su empresa, pero sí salía antes para llegar temprano a la hora de la cena.
Cuando llegó, Elizabeth pensó hablar del tema con él pero apenas lo vio el ánimo se le cayó al suelo, ella ni siquiera era capaz de ponerse en pie, y él se veía tan duro, tan inaccesible. Cada vez que lo observaba los recuerdos se arremolinaban en su mente y aquel hombre de negocios intransigente se superponía con el de antaño.
-¿Ya cenaste?- le preguntó él.
-No aún no.
-Cenemos juntos- propuso Cristhian y ella negó con la cabeza.
-Prefiero comer en la habitación, sola.- él respiró fuertemente como si intentara controlarse o callar lo que iba a decir.
-De acuerdo, como quieras – dijo finalmente y Elizabeth notó que se lo veía cansado. Sin embargo endureció su corazón. Él no necesitaba su preocupación.
La chica se movió dificultosamente con la silla de ruedas, era liviana y muy operativa, pero le costaba manejarla.
-Elizabeth…-la llamó él y ella giró la cabeza.
-¿Sí?
-Nada, olvídalo.
Cristhian estuvo tentado a ayudarla pero se contuvo, sabía que su gesto no sería bienvenido. De camino a su habitación, ordenó que la ayudaran y que le llevaran la cena a Liz, también dijo que él no comería, repentinamente había perdido el apetito.

Para Liz era muy penoso tener que aceptar la ayuda de la enfermera y Margueritte para poder dejar la silla y volver a la cama, aunque todo había sido ajustado para que ella se moviera lo más independientemente posible, no podía soslayar el hecho de que no podía caminar.
Lo odiaba.
Para ella el baile siempre había sido expresión de sí misma, en el escenario se sentía libre, brillaba y era feliz. No existía ni el miedo, ni la soledad, ni la tristeza, ella como bailarina era la mejor versión de sí misma.
Ahora eso se le había escapado para siempre y  era prisionera de su propio cuerpo, y de los recuerdos.
Porque los recuerdos  se sentían como pesadas cadenas
Los actuales días con Cristhian eran una sombra de lo que habían sido alguna vez.

Después de la primera vez que hicieron el amor, su mundo se volvió idílico, parecía que sólo estaban los dos y nadie más.
 Él trabajaba y ella estudiaba además de ensayar cada día, pero  los momentos que se sentían reales eran los que pasaban juntos.
Cristhian y su abuela habían ido a verla bailar y habían aplaudido orgullosos la presentación, pero ella se había sentido mucho más feliz cuando una noche había bailado sólo para él, envuelta  solamente con una sábana, mientras  Cristhian la observaba semidesnudo desde la cama.
La mirada intensa de aquel hombre siguiendo cada movimiento suyo la había hecho sentir poderosa, casi una diosa pagana.
Así era Kensington, podía transformarlo todo con su presencia. Y al sentirse querida y atesorada por él, el mundo se había vuelto más brillante.
Sabía que pronto se iría, pero estaba decidida a no dejar que eso empañara su felicidad. Cada cosa juntos era un milagro, desde salir a pasear agarrados de la mano, preparar la cena juntos hasta hacer el amor lentamente para alargar el tiempo que tenían.
Era feliz y también él, no recordaba haberlo visto reír tanto como en aquellos días. Pero esa felicidad tenía un plazo.
-¿Te vas mañana? – preguntó ella acurrucada en sus brazos.
-Si – contestó secamente y la chica no pudo ver su expresión para saber si lo afectaba tanto como a ella.
-No te vayas…- susurró y entonces él se movió para besarla intensamente. Cuando el beso acabó le habló quedamente.
-Tengo que irme, pelirroja, para luego podre volver y quedarme.
-Desaparecerás de nuevo…
-No, ahora soy tuyo, ¿lo olvidas? – bromeó y ella suspiró.
-Debí ponerte un sello en la frente, es más seguro. Tengo miedo que sea como la última vez…-confesó ella.
-No lo será. Hablaremos pro teléfono, aunque no sé cuál será mi próximo destino te daré mi dirección tan pronto tenga una y también tienes todos los datos de contacto de la empresa donde trabajo. Si no sabes de mí pronto puedes hacer un pedido de captura…
-Soy capaz de hacerlo, ¿lo sabes, verdad?- dijo ella abrazándose más fuerte a él.
- Lo sé, estás poniéndote más osada con los años, podrías llegar a ser muy peligrosa. Así que tendré que regresar y cuidar de ti…
-¿Cuántas veces?
-¿Qué?
-¿Cuántas veces te irás Cristhian y me harás esa misma promesa? No soy Penélope sabes…
-Lo sé, pero como Ulises también tengo un viaje que hacer antes de regresar a ti.
-¿Regresarás?
-Siempre…Liz.-dijo y la besó de nuevo hasta que la pasión los arrastró.
Al día siguiente se marchó.


Después de cenar, Elizabeth se quedó dormida  pero apenas pasada la medianoche se despertó gritando de dolor.
Cristhian entró corriendo a la habitación alertado por sus gritos.
-¿Liz…qué sucede? ¿Liz…? – llamó acercándose a la cama.
-Me duelen, me duelen las piernas, mucho…- dijo ella y volvió a gritar. Sin más, él se acercó y la levantó en brazos.
-Tranquila cariño, tranquila…- dijo mientras salía de prisa cargándola.  Llamó a los gritos a la enfermera quien no supo explicarle qué sucedía con Elizabeth y también dio órdenes al personal de la casa para que prepararan el auto.
- Yo conduzco  - dijo el chofer viendo el estado en el que encontraba su jefe, pero Kensington se negó, no podía confiar en nadie más tratándose de Liz. La depositó en el asiento trasero del auto junto a la enfermera que trataba de calmarla. Sin embargo el dolor era muy fuerte, sentía como si volvieran a aplastarle las piernas.
Él se puso al volante al tiempo que  dejaba su teléfono en alta voz y empezaba a hacer múltiples llamadas para asegurarse que los médicos estuvieran esperando en la clínica cuando llegaran. En la neblina del dolor, Liz pensó que era muy tarde y que aquella gente debería estar durmiendo, pero Cristhian no pedía, sino que ordenaba, no había lugar para negarse. Por una vez aquella característica suya no la molestó sino que le dio seguridad.
Pasara lo que pasara, él iba a asegurarse de que aquel dolor se  fuera.











2 comentarios:

  1. ¡Que sufrimiento! Preciosa historia, Nata. Quiero maaas jijiji
    Besitos

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  2. Estoy de acuerdo con Yola, una historia preciosa. Gracias Nata y quiero más!! (Había jurado que ya comenté... pero al parecer no).

    Besos!!

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