–No es una diferencia enorme, Danny
–continuó Danna amorosamente– Daila es solo un año menor que tú.
–Sí, pero su actitud es mucho menor
que eso –se quejó cruzando los brazos.
–No es precisamente tu mejor actitud
la de ahora –observó Danna el berrinche de su hija menor.
–Mamá… –Danaé reprimió una sonrisa y
le abrazó– tienes razón, es que ya no quiero ser la pequeña de papá y tú…
–Mi niña –sonrió Danna y se disculpó–
lo siento, es que siempre serás nuestra pequeña Danaé. Además, tu estatura…
–Yo que tú no empezaría con eso, mamá
–Danaé se rió abiertamente y caminaron abrazadas hasta la entrada posterior de
la casa–. Gracias, eres la mejor siempre mamá. ¿Cuántos años pasarán hasta que
pueda pensar como tú?
–Muchos… –Danna sonrió dándole un golpecito
a su hija– y no hablemos de edades. Además, venía a buscarte porque tu padre
nos espera.
–¿Ha pasado algo? –preguntó Danaé
extrañada.
–Nada de qué preocuparse. Al menos
para nosotras… –Danaé le interrogó con la mirada– Beth ha decidido organizar una
cena. Presentará a tu padre su novio.
Danaé dibujó un ¡oh! con su boca al
recibir la noticia. Ella ya había
escuchado de Lucian varios años, como todos ahí, pero Beth se había obstinado
en que mientras no fuera algo “serio” nadie de la familia debía conocerlo. Así que él siempre fue un nombre sin rostro y
nada más…
–¿Está noche, entonces? –preguntó
Danaé saliendo de su ensimismamiento.
–Sí, hija. Supongo que iremos de
compras, ¿verdad?
Danaé hizo un mohín porque sabía el
significado de esas “compras”. Tacones, vestidos, joyas. Miró al techo
emitiendo un resoplido al escuchar la risa de Danna.
–¿Estás bien, pequeña? –preguntó su padre
acercándose a tocarle su cabeza como cuando aún era, efectivamente, pequeña.
–Mamá ha dicho que debo ir de compras
con ella.
Leonardo le miró con extrañeza. Danaé
era su hija menor, la más expresiva en sus lazos de cariño hacia él; algo así
como lo había sido una vez Beth hace muchísimos años. Ahora Danaé era su princesita, solo que nunca
había sido una princesita convencional.
¿Por qué? Porque no le gustaban los cuentos tradicionales, los vestidos
hermosos y anchos, los elaborados peinados; no, ella era una niña que prefería
su cabello suelto, vestido sencillo y libros clásicos que Danna no dudaba en
compartir con ella. Por eso, aún
recordaba, que su cuento favorito no era ninguno de princesas, siempre fue
“Cuento de Navidad”. Era una niña
hermosa pero jamás se perdía en banalidades como en su tiempo lo hizo Beth, y
ahora Daila. Diferente como ahora lo demostraba, Danna era una gran fanática de
las compras junto con Beth, Danaé no. Sobre todo si de ocasiones formales se
trataba. Él nunca llegaría a entender completamente la compleja personalidad de
su pequeña hija pero la adoraba con todo el corazón. Y estaba muy orgulloso de ella. Sonrió con
dulzura.
–Papá, dime que no debo ir –escuchó
Leonardo que Danaé decía. Antes que
pudiera siquiera pensar una palabra, Danna le envió una mirada asesina que hizo
que él se encogiera de hombros.
–Lo siento pequeña pero debes ir –respondió
Leonardo automáticamente– tú eres quien puede controlar ese potencial desastre
–dijo abarcando con las manos un amplio tramo de aire.
Danaé rió con fuerza y lo abrazó. Su padre siempre le había entendido un poco
más allá de los demás. Ella no sabía a
qué podía atribuirle. Tal vez a que era
un gran observador, o el cariño que se tenían… lo que era cierto sin duda
alguna, era que él parecía conocer más allá de lo que los demás percibían como
sus “diferencias”. Su padre las conocía con total claridad y las aceptaba con
igual felicidad.
–Lo haré por ti, pero eso te costará… –rió
al ver el gesto de tribulación de él.
Fingido, claro. Él sabía que ella no le “costaba” mucho. Un libro, un
paseo al aire libre, algo totalmente sencillo y que hacía que fuera totalmente
feliz.
–Son unos exagerados –Danna negó con
severidad– Beth irá encantada conmigo –y antes que Danaé ampliara la sonrisa
añadió– pero tú no te librarás de ello.
Vamos a ir las tres y nadie se irá hasta que TODAS hayamos comprado algo
para esta noche –sentenció.
Danaé contuvo el aliento con
exageración y fastidio. El énfasis en TODAS había sido rotundo. Le esperaban
cuatro horas, mínimo, de infantil prueba de ropa.
***
Alex camino a grandes pasos el tramo
que le separaba de la entrada principal de la Mansión Lucerni, tras estacionar
su auto. Se sentía algo culpable aún por
no haber visitado a su madre, pero tampoco podía quitarse de la mente el por
qué de la llamada de su padre. Sí, algún
motivo oculto debía tener.
Abrió la puerta y se encontró todo en
silencio. Su madre siempre se levantaba
temprano así que no cabía la posibilidad que estuviera durmiendo. Entró con sigilo y la encontró parada en un
rincón de la sala, mirando hacia el exterior.
–Hola mamá –saludó Alex apoyándose en
la columna de entrada– ¿Me esperabas?
–Algo por el estilo –se giró Dome
mirándolo de frente– ¿tu padre te ha llamado supongo?
–Sí… –había algo que no iba del todo
bien y eso le preocupó. ¿Pasaba algo
malo?–. ¿Está todo bien?
–No has venido en estos días, Alex. ¿Por
qué? –interrogó con su voz delicada Doménica.
–He estado algo… ocupado –pronunció inseguro.
Es que él a pesar de que hacía varios años había decidido vivir en un
departamento independiente de su familia, jamás dejaba pasar una semana sin ir
a comer, a cenar o algo de ese estilo.
–Lo imagino –asintió Dome–. ¿Cómo
estás hijo?
–Francamente… no lo sé –replicó Alex–
estaba bien pero, ¿hay algo que quieren decirme?
Doménica apretó los labios y esquivó
la mirada sentándose. Su madre era
excepcionalmente bella, una mujer decidida y extraordinariamente fuerte, que
parecía tan vulnerable en ese instante.
Alex pensó que había estado perdiéndose algo muy grande, ¿pero qué?
No hay comentarios:
Publicar un comentario