Aquella travesía había comenzado más de cincuenta años
atrás, cuando la joven Claire, su abuela, de apenas diecisiete años, había
viajado con sus padres al Japón.
El bisabuelo de Anna había sido un diplomático y sus
funciones lo habían llevado a aquel lejano país que estaba atravesando
drásticos cambios, poco a poco comenzaba a abrirse a occidente y a la
modernidad.
La familia de Claire había viajado a otros países con
anterioridad y Japón sólo era un lugar más. Pero había sido mucho más que eso.
La pareja, había contratado a un joven tutor japonés, un
maestro recién recibido, muy bien recomendado por otros ingleses , para que le
enseñara el idioma a su hija.
Nadie, ni siquiera los protagonistas, habían previsto que
surgiría el amor.
El joven japonés de veinte años, llamado Akira Tanaka, trató de apegarse a su código
de honor, pero le fue imposible resistirse a los sentimientos que aquella
jovencita extranjera le provocaba. La amó sin medir ninguna consecuencia. La
amó aunque estaba prohibido.
Y Claire se enamoró de él, aún sabiendo que era imposible,
que su futuro marido había sido elegido y la esperaba en Inglaterra, aún sabiendo
que sus padres se opondrían, aún sabiendo que venían de mundos completamente
diferentes. Supo que era destino, y que al destino uno no podía evitarlo.
Decidieron fugarse juntos, pero antes de que ella fuera a
reunirse con su amado sus padres la detuvieron. Estaba decidida a escapar con
el amor de su vida, a pesar de su juventud, sabía que nunca amaría a nadie más,
pero su padre amenazó la vida de Akira. Si ella escapaba con él, lo perseguiría
por cielo y tierra para destruirlo.
Claire lo amaba más que a sí misma, y aterrada, porque sabía
que su padre cumpliría con su palabra, se reunió con el joven y le mintió para
alejarlo.
Fue todo lo hiriente que podía ser, dijo todas aquellas
palabras que ella había odiado escuchar decir a los demás sobre su relación. Lo
convenció de que había sido una aventura de niña mimada y rica, se aseguró de romperle el corazón al
honorable joven y se marchó, también rota ella.
Jamás lo volvió a ver, regresó a su país, se casó con un
hombre que no quería, tuvo hijos y nietos,
pero su alma se quedó en tierras lejanas junto a un joven japonés.
En el diario también estaba la carta que ella había visto en
manos de su abuela cuando era niña. Era una carta de Akira, él jamás se había
casado, la había seguido amando y en sus últimos días tras una larga enfermedad
le había escrito aquella carta para decirle que aún la amaba.
“Cuando me cansé de
llorar por tu partida, entendí que habías mentido y que lo habías hecho por mi
bien. Y ahora que la muerte me acecha, sé con total certeza que debí ir tras de
ti. Un día junto a ti habría valido cualquier condena, preferiría haber muerto
entonces en tus brazos, que morir ahora solo y lejos.
En algún lugar nos
encontraremos, y volveré a amarte”
Un familiar de él había enviado aquella carta tras su
muerte, y ahora, después de leerla, Anna
comprendía las lágrimas de su abuela y comprendía que su misión era llevarla de
regreso a él.
Las miradas de su abuela que se perdían en la distancia,
ahora cobraban sentido, año tras año, día tras día había estado anhelando el
regreso al lugar donde estaba su corazón.
Anna dejó la pequeña urna junto a la carta.
“Pronto” susurró ,y a
pesar de aquel final triste, sintió envidia de su abuela que había amado de
aquella manera y había sido correspondida con igual devoción.
El viaje fue largo y tedioso, por suerte no debieron
enfrentar ningún reto de la naturaleza y arribaron al puerto de Tokio en el
tiempo previsto.
La joven se sacudió el sopor que la había embargado los
últimos días del viaje.
Al descender del barco, por primera vez , fue plenamente consciente
de que estaba sola en un país desconocido y que ni siquiera hablaba el idioma.
Sintió un instante de pánico pero inmediatamente aferró con fuerza la pequeña urna, aquel amor
que la había hecho viajar una distancia impensable, le daría fuerza.
Respiró con fuerza, llenándose los pulmones con el aire de
Japón.
-Ya estamos aquí –susurró, luego se acomodó el sombrero y
con una sonrisa que fingía valentía le hizo señas a uno de los jovenzuelos que
pululaban por ahí para que la ayudara con su equipaje. Un muchachito se acercó
a ella y justo una voz llamó su
atención.
-¡Señorita Seymour! – la llamaron y vio acercarse al
rubicundo hombre holandés con el que había conversado durante el viaje.
-¡ Señor Van Boven! – lo saludó ella. Era un hombre mayor
que trabajaba como asesor en comercio
para el gobierno japonés. Era muy amable y a pesar de las reservas iniciales de
Anna, había resultado una persona muy agradable que además le había contado
muchas cosas interesantes sobre Japón. Se sintió aliviada al verlo y un poco de
la reciente tensión se esfumó.
- Bienvenida a Japón – dijo él alegremente y ella le
sonrió- Alguien tenía que darle la
bienvenida.
-Muchas gracias.
-¿Ya sabe dónde irá?
-Quería conseguir un carro para llegar hasta la embajada de
Gran Bretaña para pedir algo de información y asesoría.
-Está bien, la llevaré hasta allá entonces, mi empleado vino
a buscarme, así que será un placer llevarla.
- No quiero importunarlo.
-Claro que no, vamos- dijo y luego le habló en japonés al
muchachito que cargaba su maleta para que llevara el equipaje al transporte que
lo esperaba. Anna se felicitó a si misma por llevar pocas cosas, sólo cargaba
un pequeño equipaje de mano y una maleta con pocos cambios de ropa. Si su madre
no estuviese totalmente espantada por aquel viaje, lo estaría por el
pragmatismo de su hija.
La Señora Seymour
habría sido incapaz de viajar sin llevar por lo menos cinco maletas
cargadas de ropa y cosas innecesarias.
La joven subió al carro y desde allí, mientras Van Boven le
relataba qué lugares eran, vio a Tokio por primera vez.
Era un lugar mucho más extraño de lo que podía haber
imaginado, parecía estar suspendido entre dos tiempos, por un lado la
modernidad con sus tranvías eléctricos, y construcciones nuevas y por otro el
pasado que se filtraba en los templos y el vestuario tradicional de la gente.
En la calle podía observar una gran mezcla de personajes,
mujeres ataviadas con trajes y peinados típicos, se cruzaban con hombres
vestidos al estilo occidental, mientras otros conservaban sus yukatas.
Anna miraba fascinada, absorbiendo cada detalle, pensaba en
lo distinto que debió ser para su abuela, mucho más teniendo en cuenta que Japón había cambiado drásticamente en las
últimas décadas . Cuando Claire vivió
allí era un lugar que apenas empezaba a abrirse al mundo occidental. Sin embargo, su amor por Akira había
convertido a aquel país en su hogar y la había vuelto una extranjera en su
propia tierra. Tanto así, como para elegir
que sus restos mortales fueran llevados allí.
Por un segundo, la joven sintió cierta aprensión al pensar
qué clase de influencia tendría Japón sobre ella, casi como un presentimiento
del porvenir.
No tuvo tiempo de indagar más en aquella sensación pues su
compañero holandés anunció que habían llegado a la embajada.
Anna agradeció la ayuda y prometió contactarse si tenía
tiempo, aún le quedaba mucho para llegar a su verdadero destino, pues el hogar
de Akira era una provincia alejada de la capital. Su viaje acababa de comenzar.
La primera reacción de la gente de la embajada fue negativa,
ella había esperado un trato mucho más cordial de sus compatriotas, sin embargo
la trataron fríamente y era obvio que
sentían cierta desaprobación hacia ella por viajar sola.
Era molesto recibir aquella censura solo por ser mujer, y estaba segura que se contenían
debido a su ascendiente noble y su
dinero, sino la habrían tratado peor que a un paria.
Aquello la indignaba. No era una criminal.
-Una mujer sola, en este lugar…- comentó uno de los
diplomáticos mientras movía la cabeza de un lado al otro.
-Hay muchas misioneras que viajan solas, no es tan extraño –
dijo ella cansada del tono de voz con el que le hablaban.
-Pero usted no es una misionera, Señorita Seymour, sólo ha
venido ….de paseo- dijo el hombre como si aquello lo horrorizara.
Anna había estado a punto de revelar sus verdaderos motivos
para llegar a Japón, pero, sabiamente, los había callado. Imaginaba que aquel
grupo de burócratas no entenderían el verdadero amor, finalmente sólo había
dicho que venía porque quería conocer Japón ya que su abuela había vivido allí
de niña.
El rótulo de
aventurera que a ella le había resultado atractivo, parecía tener una
connotación totalmente diferente para aquella gente. Y que una joven inglesa de
buena familia fuera a aquel país exótico por propio gusto parecía ser
totalmente reprobable.
Cansada de aquel trato, imitó a su madre. Posó con aquella
actitud altanera producto de provenir de
una de las mejores familias inglesas e imprimió a su voz un tono de autoridad
que rechazaba cualquier trato condescendiente, de esa forma, finalmente, pudo
obtener un poco de cooperación. Logró información sobre algunos buenos hoteles,
los nombres de un par de traductores confiables que podía contratar y toda la información
necesaria respecto al cambio de moneda para conseguir dinero local.
Aquella mala experiencia, en lugar de desanimarla, la
envalentonó. Se sentía como una persona nueva, distinta, como si pudiera hacer
cualquier cosa que deseara. Al oponerse al mandato familiar e irse, había
ganado confianza en sí misma. Estaba al otro lado del mundo, se sentía capaz de
realizar cualquier proeza.
Era cierto que cuando aquello terminara regresaría a casa,
se casaría con Thomas y llevaría una vida tranquila. Pero por ahora se sentía
con el corazón ligero y abierto a la influencia que aquel lugar ejercía en
ella.
Eligió un hotel atendido por una pareja francesa, necesitaba
asearse y descansar antes de emprender su viaje hacia el pueblo natal de Akira.
Madame Fleury, la propietaria del hotel, era un encanto de
persona, conocerla fue un verdadero bálsamo para Anna. La mujer se encargó de
que estuviera cómoda y la alimentó con toda clase de manjares como si llevara
años sin comer.
A la noche, la joven terminó contándole toda la historia de
Claire y Akira mientras la matrona
francesa daba suspiros y soltaba exclamaciones en medio del relato. Incluso
soltó alguna lágrima conmovida por el amor trunco de aquella pareja.
- Oh , ma chérie, y tú has hecho este largo viaje por ellos. Tu abuela ha de
estar tan orgullosa de ti…- dijo la mujer con un inglés acentuado lo que
dulcificaba sus palabras.
-Se amaban…- dijo Anna como si eso lo
justificara todo. La mujer la miró fijamente.
-Cierto, el amor, el amor… ¿Y tú ?
¿Amas a ese prometido tuyo ?
-¿Thomas ?
- Sí.
-Es un buen amigo, aunque está muy enfadado
conmigo ahora, pero no, no lo amo. Al menos eso creo, no tengo con qué
compararlo…
-Si lo amaras lo sabrías. Eres una mujer
preciosa- dijo la francesa admirando sinceramente la delicada belleza de Anna.
Su cabello oscuro y sedoso, sus ojos intensamente azules, su piel blanquísima y
aquella chispa vibrante que ahora se había vuelto como un aura que la rodeaba,
la hacían relucir, incluso antes los ojos de otra mujer- Ya aparecerá alguien
que haga latir tu corazón, entonces lo sabrás sin dudarlo.-aseveró y Anna
sonrió.
Se preguntó si tal persona existía, luego se
reprendió mentalmente, Thomas la esperaba, había prometido esperarla y ella
había prometido regresar.
Aquella noche, Anna soñó con su abuela.
Estaba en un jardín, pero no era su jardín de rosas inglesas, era diferente
aunque la joven no pudo reconocer el
lugar. Claire la miraba con orgullo y sonreía.
Tomó a aquel sueño como una buena
premonición.
El día siguiente fue bastante ajetreado,
aunque Madame Fleury y su marido fueron
de mucha ayuda. El marido de la francesa se encargó de comprarle los pasajes de
tren Anna consiguió a un traductor que
se reuniría con ella al día siguiente en la estación, consiguió también mapas
para poder ubicarse en el trayecto, seleccionó las pertenecías más importantes
para acomodarlas en su equipaje de mano – había decidido dejar el resto en el
hotel- adquirió algo de dinero local y aprendió algunas palabras en japonés
gracias a su nueva amiga francesa. Al menos podría agradecer, presentarse y
pedir ayuda, de ser necesario.
Aprovechó las horas libres para dar un
pequeño paseo, aunque sin alejarse demasiado del hotel. Fue en aquel momento, al escuchar
conversaciones que no podía comprender, cuando vio a Tokio no desde un carruaje sino en
contacto directo, caminando por sus calles, entre su gente, cuando sintió
verdaderamente el peso de ser una extranjera.
Aún así trató de no perder su entusiasmo, la región de Tōhoku era una de las más alejadas y hacia allí se dirigía, no podía
perder el ánimo antes de empezar.
A la mañana, Madame Fleury la acompañó al
tranvía y le dio indicaciones de cómo llegar a la estación de trenes, luego se
despidió de ella deseándole buena suerte y dándole un beso en la mejilla.
Anna pudo llegar exitosamente a la estación
y allí volvió a sentirse perdida, caminó hacia la plataforma y fue consciente
de las miradas de reojo de algunas personas, así como los murmullos de algunas
mujeres que pasaban a su lado.
Cuando distinguió en la multitud al
traductor que había contratado, un hombre inglés de mediana edad, se sintió
desbordante de entusiasmo, tanto que empezó a agitar una mano y llamarlo, hasta
que notó que estaba siendo demasiado escandalosa y se sonrojó.
El hombre se le acercó sonriendo.
-Ya está aquí. Luce encantadora hoy,
Señorita Seymour – dijo con demasiada familiaridad para el gusto de Anna,
quizás había malinterpretado su entusiasmo.
-Sí, espero no haberme retrasado. ¿Ya es la
hora de que salga nuestro tren?
-Aún no, venga por aquí, querida – dijo él y
su tono de voz así como la mano que apoyó en su cintura para guiarla, demasiado
abajo, despertaron las alarmas de la joven.
No le gustaba aquel hombre, así que tomó una
decisión intempestiva.
-Señor Barry, me temo que prescindiré de sus
servicios.- le dijo con mucha seriedad.
-¿Qué? – exclamó agraviado.
-Claro que le pagaré por haber venido aquí y
el tiempo que desperdició, pero no necesitaré que me acompañe.
-¿Viajará sin un traductor? ¿Cree que una
mujer blanca puede ir por allí, así como así? ¿Está loca? – preguntó elevando
el tono de voz.
-Creo que estoy más que cuerda, y me las
arreglaré mucho mejor sin usted, aunque deba estar haciendo señas- dijo ella y
sacó unos billetes que depositó en la mano del hombre.
Al levantar la vista se dio cuenta de que
los locales los miraban con
desaprobación por aquella disputa pública.
Entre el gentío que los observaba, había un
joven japonés, alto y atractivo que la miraba con particular atención. Por un
segundo sus miradas se conectaron y Anna quiso saber que expresaban aquellos
ojos oscurísimos pero no pudo descubrirlo. La voz de Barry cortó aquel
contacto.
-Veamos cómo le va – dijo él con una sonrisa
ladina y se marchó, aunque aferró con fuerza los billetes en la mano.
Su intuición había sido buena, aquel hombre
le hubiera traído problemas más adelante, había hecho bien, pero ahora no tenía
un traductor y , con el tren a punto de partir, no tenía tiempo de buscar uno.
No podía ser tan difícil, sólo tenía que
abordar y cuando llegara a destino, buscar alguien que tradujera. Todo iba a
salir bien se dijo a sí misma y se quedó esperando en la plataforma el arribo
del tren.
Por suerte distinguió claramente el lugar
que anunciaban como destino y se dirigió hacia allí.
Extrañó la caballerosidad de que la dejaran
pasar o alguien que la ayudara, pero por
lo visto , las extranjeras no tenían prioridad. Debió esperar pacientemente en
la cola, mientras los locales se apresuraban a subir. Cuando llegaba su turno vio a una anciana
luchando por subir su equipaje, así que se acercó y la ayudó. Al tocar las pertenencias de la mujer ,ésta le dirigió
una mirada espantada como si temiera que se las robase, pero la joven sonrió y
le hizo una breve inclinación con su cabeza, luego arrastró la pesada valija
hacia arriba, hasta que otros pasajeros ya en el interior recibieron el
equipaje y ayudaron a la mujer a subir.
Luego fue su turno, pero al subir el primer
escaloncillo resbaló y se fue hacia atrás.
Pensó que caería, pero alguien la sujetó
desde atrás y la impulsó para que se enderezara. Se giró para agradecer a su
benefactor y volvió a encontrarse con el hombre que había visto anteriormente.
Se sintió conmocionada. De cerca era mucho más impresionante, llevaba el oscuro
pelo corto, aunque no demasiado, vestía ropas típicas japonesas en color gris y
negro, su mirada rasgada era totalmente penetrante y sus facciones masculinas
demasiado perfectas. El efecto que causaba era abrumador. Se dio cuenta que se
había detenido mirándolo cuando él arqueó una ceja como instándola a seguir
subiendo.
-¡Dōmo arigatō! – le agradeció de
prisa tal como le había enseñado Madame Fleury y avergonzada subió al tren.
Lo escuchó susurrar una palabra a sus espaldas “Gaijin” con un tono extraño que no supo descifrar, aunque no sonaba
halagüeño.
Anna dio su pasaje al acomodador y lo siguió
hasta llegar a su asiento. Aprovechó que no tenía acompañante y se acomodó
junto a la ventanilla.
No pudo evitar desviar su mirada hacia el
pasillo para ver dónde estaba el hombre que la había ayudado, lo vio acomodarse
del otro lado del pasillo unos tres
asientos detrás de donde ella estaba sentada. Él no la miró ni un instante,
acomodó su equipaje en el espacio que había para tal fin , se sentó y se puso a
leer, sin prestarle la más mínima atención.
La emoción la recorrió al sentir que el tren se ponía en marcha, se inclinó hacia la
ventanilla para poder observar. Había gente saludando o agitando pañuelos a
modo de despedida, sintió pena al recordar que no había nadie que la
despidiera, tampoco había habido nadie cuando embarcó oponiéndose al deseo de
sus padres. Descartó aquellos pensamientos amargos y los reemplazó por otro
casi mágico, las miles de posibilidades que brindaba aquel tren en movimiento
yendo hacia lugares nuevos y desconocidos. Sacó el mapa que tenía guardado y se
puso a estudiarlo, con el dedo recorrió el espacio que iba desde Tokio hasta Tōhoku.
En el papel era una distancia tan corta, pero en la realidad era un
trayecto largo de muchos días.
Se entretendría mirando por la ventanilla, pero aún así,
envidió al joven japonés que poseía un libro para acortar el tiempo y ahuyentar
el aburrimiento.
Tras un par de horas de viaje se adormiló sin darse cuenta, se
despertó cuando alguien le tocó el brazo y vio al guarda del tren a su lado, el
hombre le hablaba en japonés y aunque ella trataba de entender sus palabras y
gestos, le era imposible. ¿Acaso sucedía algo?. Le dijo que era inglesa y no
entendía, tal como le había enseñado la francesa del hotel , pero el hombre
seguía hablando deprisa confundiéndola.
-No lo entiendo…- musitó intimidada y en aquel momento el
joven japonés de antes se les acercó.
- Gaijin, él quiere saber en qué estación
baja, está controlando a los pasajeros – le dijo él en perfecto inglés, aunque
teñido por una entonación particular y exótica. Escucharlo hablar su idioma la
hizo pestañear más confundida aún.- Gaijin…-le insistió él impaciente.
-Oh, sí…voy hasta la estación de… - dijo
olvidando el nombre de pronto, así que extendió el pasaje.
El hombre intercambió algunas palabras con
el guardia, este devolvió el pasaje a la joven y siguió caminando. El japonés que
la había ayudado se giró para regresar a su asiento.
-Espere…- lo llamó ella incorporándose y él
se dio vuelta.
-Gracias por la ayuda. Habla inglés
perfectamente…- dijo sin saber muy bien que decir.
- No necesita agradecerme, pero debió
conservar al traductor, Gaijin – le dijo recordándole el episodio de la
plataforma.
-Creo que lo mejor que hice hasta ahora fue
deshacerme de él.
-¿De verdad lo cree? – dijo él haciéndola
sentir muy tonta. Se había sentido desesperada al no poder comunicarse y sin su
auxilio no habría sabido qué hacer. Aún así era muy petulante de su parte
ayudarla y luego recordarle su ineptitud.
-Sí, de verdad lo creo – dijo con seguridad.
Él sólo hizo un breve gesto con la cabeza y se encaminó a su asiento.
-¿Disculpe? – dijo Anna yendo detrás suyo.
-¿Si?
-Esa palabra, “Gaijn”, ¿qué significa?-
preguntó con curiosidad y lo vio vacilar.
-Significa extranjera – contestó él.
-Oh, pero no en forma agradable, ¿verdad?
-Depende- admitió.
-Pues no suena muy agradable cuando lo dice.
-Me disculpo entonces – dijo pero no sonaba
a una disculpa. Para nada.
-Anna…- dijo ella y él la miró extrañado –
Mi nombre es Anna, Anna Seymour ¿Y usted?
-Izumi. Takeshi Izumi.
- ¿Izumi es su nombre? – preguntó.
-No, es mi apellido. Mi nombre es Takeshi.
¿Puedo volver a mi asiento ahora?- preguntó y ella se sonrojó.
-Gracias, de nuevo.- le dijo y luego de
observarla fijamente por unos segundos, él se marchó.
Anna lo siguió con la mirada sin poder
evitarlo, aquel hombre tenía una especie de magnetismo muy particular. Y
también tenía la capacidad de hacerla sentir en formas totalmente opuestas,
había pasado de estar agradecida a sentirse ligeramente ofendida. Y a pesar de
hablar tan bien inglés, ella tenía la certeza de que a Takeshi Izumi no le
caían nada bien los extranjeros. Teniendo en cuenta que la había ayudado dos
veces, se preguntó si ella era una excepción. Quiso pensar que sí y eso la dejó
azorada.
Volvió a estudiar el mapa para distraer a su
mente de aquellos extraños pensamientos.
Un pequeño recordatorio de que cualquier anacronismo o diferencia con el Japón de esa época es porque obviamente este Japón es de mi creación, es como mi propio viaje en el tiempo al Japón que he soñado por años ...
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