lunes, 7 de septiembre de 2015

Pétalos de Cerezo 2°



Aquella travesía había comenzado más de cincuenta años atrás, cuando la joven Claire, su abuela, de apenas diecisiete años, había viajado con sus padres al Japón.
El bisabuelo de Anna había sido un diplomático y sus funciones lo habían llevado a aquel lejano país que estaba atravesando drásticos cambios, poco a poco comenzaba a abrirse a occidente y a la modernidad.
La familia de Claire había viajado a otros países con anterioridad y Japón sólo era un lugar más. Pero había sido mucho más que eso.
La pareja, había contratado a un joven tutor japonés, un maestro recién recibido, muy bien recomendado por otros ingleses , para que le enseñara el idioma a su hija.
Nadie, ni siquiera los protagonistas, habían previsto que surgiría el amor.

El joven japonés de veinte años, llamado  Akira Tanaka, trató de apegarse a su código de honor, pero le fue imposible resistirse a los sentimientos que aquella jovencita extranjera le provocaba. La amó sin medir ninguna consecuencia. La amó aunque estaba prohibido.
Y Claire se enamoró de él, aún sabiendo que era imposible, que su futuro marido había sido elegido y la esperaba en Inglaterra, aún sabiendo que sus padres se opondrían, aún sabiendo que venían de mundos completamente diferentes. Supo que era destino, y que al destino uno no podía evitarlo.
Decidieron fugarse juntos, pero antes de que ella fuera a reunirse con su amado sus padres la detuvieron. Estaba decidida a escapar con el amor de su vida, a pesar de su juventud, sabía que nunca amaría a nadie más, pero su padre amenazó la vida de Akira. Si ella escapaba con él, lo perseguiría por cielo y tierra para destruirlo.
Claire lo amaba más que a sí misma, y aterrada, porque sabía que su padre cumpliría con su palabra, se reunió con el joven y le mintió para alejarlo. 
Fue todo lo hiriente que podía ser, dijo todas aquellas palabras que ella había odiado escuchar decir a los demás sobre su relación. Lo convenció de que había sido una aventura de niña mimada y rica,  se aseguró de romperle el corazón al honorable joven y se marchó, también rota ella.
Jamás lo volvió a ver, regresó a su país, se casó con un hombre que  no quería, tuvo hijos y nietos, pero su alma se quedó en tierras lejanas junto a un joven japonés.
En el diario también estaba la carta que ella había visto en manos de su abuela cuando era niña. Era una carta de Akira, él jamás se había casado, la había seguido amando y en sus últimos días tras una larga enfermedad le había escrito aquella carta para decirle que aún la amaba.

“Cuando me cansé de llorar por tu partida, entendí que habías mentido y que lo habías hecho por mi bien. Y ahora que la muerte me acecha, sé con total certeza que debí ir tras de ti. Un día junto a ti habría valido cualquier condena, preferiría haber muerto entonces en tus brazos, que morir ahora solo y lejos.
En algún lugar nos encontraremos, y volveré a amarte”

Un familiar de él había enviado aquella carta tras su muerte, y ahora,  después de leerla, Anna comprendía las lágrimas de su abuela y comprendía que su misión era llevarla de regreso a él.
Las miradas de su abuela que se perdían en la distancia, ahora cobraban sentido, año tras año, día tras día había estado anhelando el regreso al lugar donde estaba su corazón.
Anna dejó la pequeña urna junto a la carta.
“Pronto”  susurró ,y a pesar de aquel final triste, sintió envidia de su abuela que había amado de aquella manera y había sido correspondida con igual devoción.
El viaje fue largo y tedioso, por suerte no debieron enfrentar ningún reto de la naturaleza y arribaron al puerto de Tokio en el tiempo previsto.
La joven se sacudió el sopor que la había embargado los últimos días del viaje.
Al descender del barco, por primera vez , fue plenamente consciente de que estaba sola en un país desconocido y que ni siquiera hablaba el idioma.
Sintió un instante de pánico pero inmediatamente  aferró con fuerza la pequeña urna, aquel amor que la había hecho viajar una distancia impensable, le daría fuerza.
Respiró con fuerza, llenándose los pulmones con el aire de Japón.
-Ya estamos aquí –susurró, luego se acomodó el sombrero y con una sonrisa que fingía valentía le hizo señas a uno de los jovenzuelos que pululaban por ahí para que la ayudara con su equipaje. Un muchachito se acercó a ella  y justo una voz llamó su atención.
-¡Señorita Seymour! – la llamaron y vio acercarse al rubicundo hombre holandés con el que había conversado durante el viaje.
-¡ Señor Van Boven! – lo saludó ella. Era un hombre mayor que trabajaba  como asesor en comercio para el gobierno japonés. Era muy amable y a pesar de las reservas iniciales de Anna, había resultado una persona muy agradable que además le había contado muchas cosas interesantes sobre Japón. Se sintió aliviada al verlo y un poco de la reciente tensión se esfumó.
- Bienvenida a Japón – dijo él alegremente y ella le sonrió-  Alguien tenía que darle la bienvenida.
-Muchas gracias.
-¿Ya sabe dónde irá?
-Quería conseguir un carro para llegar hasta la embajada de Gran Bretaña para pedir algo de información y asesoría.
-Está bien, la llevaré hasta allá entonces, mi empleado vino a buscarme, así que será un placer llevarla.
- No quiero importunarlo.
-Claro que no, vamos- dijo y luego le habló en japonés al muchachito que cargaba su maleta para que llevara el equipaje al transporte que lo esperaba. Anna se felicitó a si misma por llevar pocas cosas, sólo cargaba un pequeño equipaje de mano y una maleta con pocos cambios de ropa. Si su madre no estuviese totalmente espantada por aquel viaje, lo estaría por el pragmatismo de su hija.
La Señora Seymour  habría sido incapaz de viajar sin llevar por lo menos cinco maletas cargadas de ropa y cosas innecesarias.
La joven subió al carro y desde allí, mientras Van Boven le relataba qué lugares eran, vio a Tokio por primera vez.
Era un lugar mucho más extraño de lo que podía haber imaginado, parecía estar suspendido entre dos tiempos, por un lado la modernidad con sus tranvías eléctricos, y construcciones nuevas y por otro el pasado que se filtraba en los templos y el vestuario tradicional de la gente.
En la calle podía observar una gran mezcla de personajes, mujeres ataviadas con trajes y peinados típicos, se cruzaban con hombres vestidos al estilo occidental, mientras otros conservaban sus yukatas.
Anna miraba fascinada, absorbiendo cada detalle, pensaba en lo distinto que debió ser para su abuela, mucho más teniendo en cuenta que  Japón había cambiado drásticamente en las últimas décadas .  Cuando Claire vivió allí era un lugar que apenas empezaba a abrirse al mundo occidental.  Sin embargo, su amor por Akira había convertido a aquel país en su hogar y la había vuelto una extranjera en su propia tierra. Tanto así, como para elegir  que sus restos mortales fueran llevados allí.
Por un segundo, la joven sintió cierta aprensión al pensar qué clase de influencia tendría Japón sobre ella, casi como un presentimiento del porvenir.
No tuvo tiempo de indagar más en aquella sensación pues su compañero holandés anunció que habían llegado a la embajada.
Anna agradeció la ayuda y prometió contactarse si tenía tiempo, aún le quedaba mucho para llegar a su verdadero destino, pues el hogar de Akira era una provincia alejada de la capital. Su viaje acababa de comenzar.
La primera reacción de la gente de la embajada fue negativa, ella había esperado un trato mucho más cordial de sus compatriotas, sin embargo la trataron fríamente y era obvio  que sentían cierta desaprobación hacia ella por viajar sola.
Era molesto recibir aquella censura  solo por ser mujer, y estaba segura que se contenían  debido a su ascendiente noble y su dinero, sino la habrían tratado peor que a un paria.
Aquello la indignaba. No era una criminal.
-Una mujer sola, en este lugar…- comentó uno de los diplomáticos mientras movía la cabeza de un lado al otro.
-Hay muchas misioneras que viajan solas, no es tan extraño – dijo ella cansada del tono de voz con el que le hablaban.
-Pero usted no es una misionera, Señorita Seymour, sólo ha venido ….de paseo- dijo el hombre como si aquello lo horrorizara.
Anna había estado a punto de revelar sus verdaderos motivos para llegar a Japón, pero, sabiamente, los había callado. Imaginaba que aquel grupo de burócratas no entenderían el verdadero amor, finalmente sólo había dicho que venía porque quería conocer Japón ya que su abuela había vivido allí de niña.
 El rótulo de aventurera que a ella le había resultado atractivo, parecía tener una connotación totalmente diferente para aquella gente. Y que una joven inglesa de buena familia fuera a aquel país exótico por propio gusto parecía ser totalmente reprobable.
Cansada de aquel trato, imitó a su madre. Posó con aquella actitud altanera  producto de provenir de una de las mejores familias inglesas e imprimió a su voz un tono de autoridad que rechazaba cualquier trato condescendiente, de esa forma, finalmente, pudo obtener un poco de cooperación. Logró información sobre algunos buenos hoteles, los nombres de un par de traductores confiables que podía contratar y toda la información necesaria respecto al cambio de moneda para conseguir dinero local.
Aquella mala experiencia, en lugar de desanimarla, la envalentonó. Se sentía como una persona nueva, distinta, como si pudiera hacer cualquier cosa que deseara. Al oponerse al mandato familiar e irse, había ganado confianza en sí misma. Estaba al otro lado del mundo, se sentía capaz de realizar cualquier proeza.
Era cierto que cuando aquello terminara regresaría a casa, se casaría con Thomas y llevaría una vida tranquila. Pero por ahora se sentía con el corazón ligero y abierto a la influencia que aquel lugar ejercía en ella.
Eligió un hotel atendido por una pareja francesa, necesitaba asearse y descansar antes de emprender su viaje hacia el pueblo natal de Akira.
Madame Fleury, la propietaria del hotel, era un encanto de persona, conocerla fue un verdadero bálsamo para Anna. La mujer se encargó de que estuviera cómoda y la alimentó con toda clase de manjares como si llevara años sin comer.
A la noche, la joven terminó contándole toda la historia de Claire y Akira  mientras la matrona francesa daba suspiros y soltaba exclamaciones en medio del relato. Incluso soltó alguna lágrima conmovida por el amor trunco de aquella pareja.
-  Oh , ma chérie, y tú has hecho este largo viaje por ellos. Tu abuela ha de estar tan orgullosa de ti…- dijo la mujer con un inglés acentuado lo que dulcificaba sus palabras.
-Se amaban…- dijo Anna como si eso lo justificara todo. La mujer la miró fijamente.
-Cierto, el amor, el amor… ¿Y tú ? ¿Amas a ese prometido tuyo ?
-¿Thomas ?
- Sí.
-Es un buen amigo, aunque está muy enfadado conmigo ahora, pero no, no lo amo. Al menos eso creo, no tengo con qué compararlo…
-Si lo amaras lo sabrías. Eres una mujer preciosa- dijo la francesa admirando sinceramente la delicada belleza de Anna. Su cabello oscuro y sedoso, sus ojos intensamente azules, su piel blanquísima y aquella chispa vibrante que ahora se había vuelto como un aura que la rodeaba, la hacían relucir, incluso antes los ojos de otra mujer- Ya aparecerá alguien que haga latir tu corazón, entonces lo sabrás sin dudarlo.-aseveró y Anna sonrió.
Se preguntó si tal persona existía, luego se reprendió mentalmente, Thomas la esperaba, había prometido esperarla y ella había prometido regresar.
Aquella noche, Anna soñó con su abuela. Estaba en un jardín, pero no era su jardín de rosas inglesas, era diferente aunque  la joven no pudo reconocer el lugar. Claire la miraba con orgullo y sonreía.
Tomó a aquel sueño como una buena premonición.

El día siguiente fue bastante ajetreado, aunque  Madame Fleury y su marido fueron de mucha ayuda. El marido de la francesa se encargó de comprarle los pasajes de tren Anna  consiguió a un traductor que se reuniría con ella al día siguiente en la estación, consiguió también mapas para poder ubicarse en el trayecto, seleccionó las pertenecías más importantes para acomodarlas en su equipaje de mano – había decidido dejar el resto en el hotel- adquirió algo de dinero local y aprendió algunas palabras en japonés gracias a su nueva amiga francesa. Al menos podría agradecer, presentarse y pedir ayuda, de ser necesario.
Aprovechó las horas libres para dar un pequeño paseo, aunque sin alejarse demasiado del hotel.  Fue en aquel momento, al escuchar conversaciones que no podía comprender, cuando vio a Tokio no  desde un carruaje  sino  en contacto directo, caminando por sus calles, entre su gente, cuando sintió verdaderamente el peso de ser una extranjera.
Aún así trató de no perder su entusiasmo,  la región de Tōhoku era una de las más alejadas y hacia allí se dirigía, no podía perder el ánimo antes de empezar.
A la mañana, Madame Fleury la acompañó al tranvía y le dio indicaciones de cómo llegar a la estación de trenes, luego se despidió de ella deseándole buena suerte y dándole un beso en la mejilla.
Anna pudo llegar exitosamente a la estación y allí volvió a sentirse perdida, caminó hacia la plataforma y fue consciente de las miradas de reojo de algunas personas, así como los murmullos de algunas mujeres que pasaban a su lado.
Cuando distinguió en la multitud al traductor que había contratado, un hombre inglés de mediana edad, se sintió desbordante de entusiasmo, tanto que empezó a agitar una mano y llamarlo, hasta que notó que estaba siendo demasiado escandalosa y se sonrojó.
El hombre se le acercó sonriendo.
-Ya está aquí. Luce encantadora hoy, Señorita Seymour – dijo con demasiada familiaridad para el gusto de Anna, quizás había malinterpretado su entusiasmo.
-Sí, espero no haberme retrasado. ¿Ya es la hora de que salga nuestro tren?
-Aún no, venga por aquí, querida – dijo él y su tono de voz así como la mano que apoyó en su cintura para guiarla, demasiado abajo, despertaron las alarmas de la joven.
No le gustaba aquel hombre, así que tomó una decisión intempestiva.
-Señor Barry, me temo que prescindiré de sus servicios.- le dijo con mucha seriedad.
-¿Qué? – exclamó agraviado.
-Claro que le pagaré por haber venido aquí y el tiempo que desperdició, pero no necesitaré que me acompañe.
-¿Viajará sin un traductor? ¿Cree que una mujer blanca puede ir por allí, así como así? ¿Está loca? – preguntó elevando el tono de voz.
-Creo que estoy más que cuerda, y me las arreglaré mucho mejor sin usted, aunque deba estar haciendo señas- dijo ella y sacó unos billetes que depositó en la mano del hombre.
Al levantar la vista se dio cuenta de que los locales  los miraban con desaprobación por aquella disputa pública.
Entre el gentío que los observaba, había un joven japonés, alto y atractivo que la miraba con particular atención. Por un segundo sus miradas se conectaron y Anna quiso saber que expresaban aquellos ojos oscurísimos pero no pudo descubrirlo. La voz de Barry cortó aquel contacto.
-Veamos cómo le va – dijo él con una sonrisa ladina y se marchó, aunque aferró con fuerza los billetes en la mano.
Su intuición había sido buena, aquel hombre le hubiera traído problemas más adelante, había hecho bien, pero ahora no tenía un traductor y , con el tren a punto de partir, no tenía tiempo de buscar uno.
No podía ser tan difícil, sólo tenía que abordar y cuando llegara a destino, buscar alguien que tradujera. Todo iba a salir bien se dijo a sí misma y se quedó esperando en la plataforma el arribo del tren.
Por suerte distinguió claramente el lugar que anunciaban como destino y se dirigió hacia allí.
Extrañó la caballerosidad de que la dejaran pasar o alguien que la ayudara,  pero por lo visto , las extranjeras no tenían prioridad. Debió esperar pacientemente en la cola, mientras los locales se apresuraban a subir.  Cuando llegaba su turno vio a una anciana luchando por subir su equipaje, así que se acercó y la ayudó. Al tocar  las pertenencias de la mujer ,ésta le dirigió una mirada espantada como si temiera que se las robase, pero la joven sonrió y le hizo una breve inclinación con su cabeza, luego arrastró la pesada valija hacia arriba, hasta que otros pasajeros ya en el interior recibieron el equipaje y ayudaron a la mujer a subir.
Luego fue su turno, pero al subir el primer escaloncillo resbaló y se fue hacia atrás.
Pensó que caería, pero alguien la sujetó desde atrás y la impulsó para que se enderezara. Se giró para agradecer a su benefactor y volvió a encontrarse con el hombre que había visto anteriormente. Se sintió conmocionada. De cerca era mucho más impresionante, llevaba el oscuro pelo corto, aunque no demasiado, vestía ropas típicas japonesas en color gris y negro, su mirada rasgada era totalmente penetrante y sus facciones masculinas demasiado perfectas. El efecto que causaba era abrumador. Se dio cuenta que se había detenido mirándolo cuando él arqueó una ceja como instándola a seguir subiendo.
Dōmo arigatō! – le agradeció de prisa tal como le había enseñado Madame Fleury y avergonzada subió al tren.
Lo escuchó susurrar una palabra a sus espaldas “Gaijin” con un tono extraño que no supo descifrar, aunque no sonaba halagüeño.
Anna dio su pasaje al acomodador y lo siguió hasta llegar a su asiento. Aprovechó que no tenía acompañante y se acomodó junto a la ventanilla.
No pudo evitar desviar su mirada hacia el pasillo para ver dónde estaba el hombre que la había ayudado, lo vio acomodarse del otro lado del pasillo  unos tres asientos detrás de donde ella estaba sentada. Él no la miró ni un instante, acomodó su equipaje en el espacio que había para tal fin , se sentó y se puso a leer, sin prestarle la más mínima atención.

La emoción la recorrió al sentir que el tren se  ponía en marcha, se inclinó hacia la ventanilla para poder observar. Había gente saludando o agitando pañuelos a modo de despedida, sintió pena al recordar que no había nadie que la despidiera, tampoco había habido nadie cuando embarcó oponiéndose al deseo de sus padres. Descartó aquellos pensamientos amargos y los reemplazó por otro casi mágico, las miles de posibilidades que brindaba aquel tren en movimiento yendo hacia lugares nuevos y desconocidos. Sacó el mapa que tenía guardado y se puso a estudiarlo, con el dedo recorrió el espacio que iba desde Tokio hasta Tōhoku.  En el papel era una distancia tan corta, pero en la realidad era un trayecto largo de muchos días.
Se entretendría mirando por la ventanilla, pero aún así, envidió al joven japonés que poseía un libro para acortar el tiempo y ahuyentar el aburrimiento.
Tras un par de horas de viaje se adormiló sin darse cuenta, se despertó cuando alguien le tocó el brazo y vio al guarda del tren a su lado, el hombre le hablaba en japonés y aunque ella trataba de entender sus palabras y gestos, le era imposible. ¿Acaso sucedía algo?. Le dijo que era inglesa y no entendía, tal como le había enseñado la francesa del hotel , pero el hombre seguía hablando deprisa confundiéndola.
-No lo entiendo…- musitó intimidada y en aquel momento el joven japonés de antes se les acercó.
- Gaijin, él quiere saber en qué estación baja, está controlando a los pasajeros – le dijo él en perfecto inglés, aunque teñido por una entonación particular y exótica. Escucharlo hablar su idioma la hizo pestañear más confundida aún.- Gaijin…-le insistió él impaciente.
-Oh, sí…voy hasta la estación de… - dijo olvidando el nombre de pronto, así que extendió el pasaje.
El hombre intercambió algunas palabras con el guardia, este devolvió el pasaje a la joven y siguió caminando. El japonés que la había ayudado se giró para regresar a su asiento.
-Espere…- lo llamó ella incorporándose y él se dio vuelta.
-Gracias por la ayuda. Habla inglés perfectamente…- dijo sin saber muy bien que decir.
- No necesita agradecerme, pero debió conservar al traductor, Gaijin – le dijo recordándole el episodio de la plataforma.
-Creo que lo mejor que hice hasta ahora fue deshacerme de él.
-¿De verdad lo cree? – dijo él haciéndola sentir muy tonta. Se había sentido desesperada al no poder comunicarse y sin su auxilio no habría sabido qué hacer. Aún así era muy petulante de su parte ayudarla y luego recordarle su ineptitud.
-Sí, de verdad lo creo – dijo con seguridad. Él sólo hizo un breve gesto con la cabeza y se encaminó a su asiento.
-¿Disculpe? – dijo Anna yendo detrás suyo.
-¿Si?
-Esa palabra, “Gaijn”, ¿qué significa?- preguntó con curiosidad y lo vio vacilar.
-Significa extranjera – contestó él.
-Oh, pero no en forma agradable, ¿verdad?
-Depende- admitió.
-Pues no suena muy agradable cuando lo dice.
-Me disculpo entonces – dijo pero no sonaba a una disculpa. Para nada.
-Anna…- dijo ella y él la miró extrañado – Mi nombre es Anna, Anna Seymour ¿Y usted?
-Izumi. Takeshi Izumi.
- ¿Izumi es su nombre? – preguntó.
-No, es mi apellido. Mi nombre es Takeshi. ¿Puedo volver a mi asiento ahora?- preguntó y ella se sonrojó.
-Gracias, de nuevo.- le dijo y luego de observarla fijamente por unos segundos, él se marchó.
Anna lo siguió con la mirada sin poder evitarlo, aquel hombre tenía una especie de magnetismo muy particular. Y también tenía la capacidad de hacerla sentir en formas totalmente opuestas, había pasado de estar agradecida a sentirse ligeramente ofendida. Y a pesar de hablar tan bien inglés, ella tenía la certeza de que a Takeshi Izumi no le caían nada bien los extranjeros. Teniendo en cuenta que la había ayudado dos veces, se preguntó si ella era una excepción. Quiso pensar que sí y eso la dejó azorada.
Volvió a estudiar el mapa para distraer a su mente de aquellos extraños pensamientos.


Un pequeño recordatorio de que cualquier anacronismo o diferencia con el Japón de esa época es porque obviamente este Japón es de mi creación, es como mi propio viaje en el tiempo al Japón que he soñado por años ...

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