Hola Chicas!!!!!!!!!!! Cuanto tiempo!!!!
Os traigo como de últimas costumbres, recomendación de novelas y a veces, añado algo del autor.
Pues bien, muchas saben que mi escritora favorita es Diana Palmer.
Pero, quien me inició en el mundo del romance y de harlequin, fue ésta magnifica mujer.
Con la novela, Una entre un millón. Es la que se halla en la imagen.
Debo indicar, que si comparamos sus novelas con las acostumbradas de hoy en día, las llamarían muchas mujeres, algo insulsas.
Yo, Algo perfectamente Dulce.
Betty, escribió sobre lo que mejor conocía. Su profesión de enfermera con médicos. Pero sus historias, nos envuelven en una historia fugaz y dulce sin la sombra del sexo y la pasión....
Me gustaría, que leyeran alguna de ellas. Seguro les encanta.... Yo volví a leerme la de portada y me sacó nuevamente una sonrisa dulce, satisfecha...
BIOGRAFÍA
Evelyn Jessy `Betty` Neels (1909 - 2001, Inglaterra) fue una prolífica autora de novelas románticas. Escribió más de 134 títulos a partir de 1969.
Betty Neels pasó su infancia y juventud en Devonshire. Betty fue enviada a un internado y luego pasó a formarse como enfermera, obteniendo el Certificado del Estado de Enfermería y el Certificado del Estado de Obstetricia.
En 1939 fue llamada para el Servicio de Enfermería del Ejército y fue enviada a Francia, donde permaneció hasta su invasión en 1940. Más tarde trabajó en Escocia e Irlanda del Norte. Posteriormente se trasladó a Holanda, donde residió durante 13 años, retomando su carrera de enfermería. Cuando la familia regresó a Inglaterra, continuó como enfermera. Cuando finalmente se retiró, había llegado a la posición de superintendente.
Su primer libro fue publicado en 1969.
Sus hobbies eran la lectura, los animales, los edificios antiguos y, por supuesto, escribir. Su carrera como escritora comenzó casi por accidente. Todo empezó cuando oyó a una mujer en su biblioteca local quejándose de la falta de buenas novelas románticas. A pesar de que se había retirado de la enfermería, su mente no tenía ninguna intención de vegetar. Así que con su máquina de escribir desarrolló lo que sería una fantástica relación amorosa con sus millones de lectores en todo el mundo.
Betty Neels murió tranquilamente en el hospital el 7 de junio de 2001, a los 91 años.
Betty Neels murió tranquilamente en el hospital el 7 de junio de 2001, a los 91 años.
Lo que siempre soñé (1994)
Título Original: A girl in a million (1993)
En Harmex: Una en un millón
Editorial: Harlequin Ibérica
Sello / Colección: Jazmín 1035
Género: Contemporáneo
Protagonistas: Marius Van Houben y Caroline Frisby
Argumento:
Marius Van Houben era rico y atractivo; el tipo de hombre que podía tener a la mujer que quisiera. Sin embargo, seguía soltero y, aparentemente, no tenía prisa por casarse. Pero cuando lo hiciera, sería con una mujer rica e importante como él… Al menos, eso pensaba Caroline, que sufría porque imaginaba que Marius jamás se fijaría en una simple enfermera.
Capítulo 1
El débil sol de primavera irradiaba poco calor y el cielo azul pálido parecía frío, pero conjuntados hacían que la hilera de casas con gablete conformaran un cuadro encantador. Estas estaban frente a un canal estrecho bordeado de árboles al final del cual un puente en forma de arco llevaba hasta una calle con mucho tránsito.
La joven que caminaba sobre el pavimento se detuvo para mirar a su alrededor y, deteniéndose un momento para estudiar el plano que tenía en las manos, se metió bajo el brazo un paquete que llevaba, cruzó la calle y se puso a observar las casas, de pie bajo uno de los árboles.
Las construcciones eran impresionantes, con dos o tres pisos y pequeñas ventanas, gabletes y aleros, pesadas puertas delanteras con abanicos en la parte superior y escaleras dobles que conducían hasta ellas. Algunas tenían números en las paredes; una o dos mostraban un escudo de armas tallado encima del abanico.
Satisfecha, la joven cruzó la calle una vez más y subió por los escalones de una casa con ventanas altas a ambos lados de la entrada y llamó ala puerta.
El hombre que abrió era viejo, enjuto y muy erguido y tenía un flequillo de cabellos canosos y ojos azul pálido. Estaba vestido con una chaqueta de alpaca negra y pantalones a rayas y se dirigió a ella con voz educada, pero desafortunadamente en holandés.
La joven le mostró el paquete que llevaba en las manos. —Lo siento, no hablo holandés. Esto es para el señor van Houben, de parte de Corinna.
La cara del anciano poco a poco esbozó una sonrisa.
—Me encargaré de que él lo reciba, señorita. ¿Desea usted dar su nombre?
—No… gracias. Corinna me pidió que lo entregara aquí dado que yo venía a Amsterdam —explicó ella con una sonrisa—. Habla usted muy bien el inglés.
El inclinó la cabeza con gravedad.
—Gracias, señorita.
—Bueno, hasta luego —ella sonrió una vez más y bajó por los escalones. Llegó al último en el momento en que un Bentley color azul oscuro se detuvo enfrente. La chica volvió la cabeza para mirarlo, pisó en falso y cayó sobre el pavimento.
No estaba herida, se dijo a sí misma y después se lo aseguró al hombre de enormes proporciones que se había agachado a su lado.
—Fue una tontería de mi parte —añadió.
El no le prestó atención.
—¿Sus brazos y sus piernas se encuentran bien? —preguntó él con un inglés tan bueno como el de ella—. Tiene un raspón en el brazo. ¿Le duele algo?
Cuando ella lo negó, él la ayudó a ponerse de pie, le sacudió el polvo y la invitó a que volviera a subir por los escalones.
—Acabo de estar allí —le indicó la joven—. No hay por qué molestar a nadie. ¡Estoy perfectamente bien!
El hombre tenía ojos azules muy brillantes en un rostro bien parecido, dominado por una nariz fuerte; y la estudió con detenimiento.
—Necesita lavarse y sus cabellos se beneficiarían con un peine —su voz era impersonal pero amable. El color regresó al rostro de la joven, que se había quedado pálida por el susto. Ella pensó con amargura que una chica bonita podía salir adelante con aquello, pero ella no, con una naricita pequeña y respingada, una boca amplia y generosa y una melena color castaño claro que no llegaba a mucho, aunque sus ojos sí eran bellos; grises y grandes. Contuvo las ganas de hablar y se dejó guiar hacia el interior de la casa.
El vestíbulo era impresionante y tan parecido a las pinturas holandesas de interiores que había estudiado en el Rijksmuseum, que por un momento ella se preguntó si aquella casa sería un museo también. Escuchó sin entender mientras los dos hombres hablaban en holandés y después el mayor se retiró para regresar casi de inmediato acompañado de una mujer de mediana edad, robusta y de rostro bondadoso, que le habló y la llevó hasta una habitación al final del vestíbulo. Era cómoda y muy lujosa, con sus adornos elegantes, gruesas alfombras, paredes llenas de espejos y un entrepaño donde podía encontrarse casi todo lo necesario para mejorar el aspecto de una persona. La chica se lavó la cara y las manos y el raspón que tenía en el brazo y después se sacó los pasadores del cabello y se peinó con un peine de marfil que tomó del entrepaño antes de volverse a poner los pasadores. Un poco de maquillaje hubiera ayudado, pero no quería abusar de la confianza.
Regresó al vestíbulo, donde se encontró de nuevo con la empleada, quien la llevó hasta una habitación al otro lado de la impresionante escalera.
Hubo otro intercambio incomprensible de palabras en holandés antes que le pidieran que se sentara:
—Voy a revisarle el raspón —dijo el señor de la casa y después de hacerlo se puso a buscar dentro de una enorme bolsa negra que estaba sobre el escritorio bajo la ventana y regresó con gasa, una venda y un tubo de algo—. Un ungüento calmante —explicó y después añadió—: Manténgalo cubierto durante un par de días.
Al terminar, preguntó:
—¿Conoce usted a Corinna? Fram me informó que el paquete que usted fue tan amable en traer lo envía ella.
La joven se sentía mucho mejor del brazo, pero ahora se percató de varios puntos en otras partes del cuerpo que le dolían. —Sí, la conozco.
—¿Es usted enfermera también?
—Todavía no termino mi aprendizaje. Corinna ya casi termina, pero hemos estado trabajando en la misma sala.
—¿Quiere decirle que me siento feliz de haber recibido el libro? —él se había ido a sentar detrás del escritorio—. Será mejor que me presenta… soy Marius van Houben.
—Encantada de conocerlo —dijo ella con seriedad—. Yo soy Caroline Frisby. Gracias por su amabilidad. Curó mi raspón como un experto; la mayoría de la gente no sabe qué hacer ni siquiera con una pequeña cortada.
—Uno hace lo mejor que puede —murmuró el hombre—. ¿Puedo ofrecerle una taza de café?
Ella se puso de pie.
—No, muchas gracias. Debo regresar. Esta tarde hay una visita guiada por la ciudad, a la cual me gustaría asistir.
El se levantó para abrirle la puerta. Fram esperaba en el vestíbulo. Ella le dio la mano a van Houben, le dio las gracias al mayordomo por abrirle la puerta, bajó por los escalones con mucho cuidado y se alejó de prisa, muy consciente de los puntos adoloridos en diferentes partes de su delgada persona.
El hotel se encontraba un poco lejos, pero tenía mucho tiempo. La tía Meg quería hacer algunas compras, por lo que se habían puesto de acuerdo para encontrarse a mediodía en el hotel para almorzar. Se trataba de un hotel pequeño, pero limpio y cómodo, situado en una calle muy estrecha, cerca del río Amstel. La mayoría de los huéspedes eran parejas de mediana edad y sin mucho dinero, que se sentían satisfechos de poder vagar por las calles de la ciudad, explorar los museos y las iglesias y mirar los aparadores de las tiendas. Caroline había ido a Holanda con su tía porque a ésta no le gustaba la idea de ir sola, aunque estaba decidida a explorar muy bien Amsterdam, una ciudad que siempre había deseado visitar. Caroline, que tenía dos semanas de vacaciones disponibles, aceptó de buen grado acompañarla. La tía Meg le había dado un lugar donde vivir cuando los padres de la chica murieron durante una epidemia. La había hecho sentirse bienvenida, la trató como a una hija, le proporcionó una educación, y cuando Caroline manifestó sus deseos de convertirse en enfermera, la animó para que dejara la pequeña casa en Basing, una aldea al este de Basingstoke, y se inscribiera en uno de los hospitales de Londres.
Ahora llevaba allí casi dieciocho meses, aunque todavía extrañaba la vida tranquila de la aldea, y como no estaba demasiado lejos, podía regresar allí dos veces al mes.
Su tía, una matrona de aspecto tranquilo, ya la esperaba donde habían acordado.
—¿Y bien, encontraste la casa? —quiso saber.
—Sí, tía. Se trata de una de esas casas patriarcales junto a uno de los pequeños canales que salen del Herengracht.
—¿Quién te recibió?
—Supongo que se trata de un mayordomo. Se mostró muy amable y hablaba inglés —hizo una pausa—. Cuando me retiraba, me caí por los escalones. El primo de Corinna, para quien era el paquete, me ayudó a levantarme y me curó un raspón…
—¿Te gustó? —la tía Meg nunca perdía el tiempo.
—Bueno, me pareció muy agradable… amable, tú sabes, y con modales encantadores. Me sentí como una tonta.
—Siempre es así. Pero no te preocupes, querida; lo más probable es que no lo vuelvas a ver. Vamos a almorzar.
El autobús, con el guía, los llevó por toda lá ciudad: el Oude Kerk, el Nieuve Kerk, el Koninklijk Paleis, una sorprendente sucesión de museos, el Anne Frankhuis y por fin el Rijksmuseum. Caroline, que era una chica sensata, consciente de que quizá nunca tendría la oportunidad de visitar Amsterdam de nuevo, escuchaba, observaba y atesoraba una serie de vistas y de sonidos extraños para poder analizarlos más tarde, y al mismo tiempo pensaba en el primo de Corinna. Le había parecido un hombre de muy buena posición, y vivía en una casa espléndida. Por desgracia no tenía tanta confianza con Corinna como para preguntarle acerca de él.
Al día siguiente se efectuaría un viaje a Alkmaar, pero la tía Meg aún no terminaba con Amsterdam, así que se pasó el día caminando por las callejuelas y Caroline la acompañó. Se perdieron en varias ocasiones, pero como la señora señaló, aquello era parte de la diversión.
Era una lástima que sus paseos no las llevaran cerca del Herengracht. La joven estaba atenta por si veía un Bentley azul oscuro, pero no fue así.
Por fortuna volverían a casa al día siguiente, se dijo.
El viaje de regreso a casa se realizó en un día gris y frío, rezago del invierno. Desde las ventanas del tren, Holanda parecía llana, aburrida y muy húmeda. Inglaterra también parecía aburrida, aunque no tan llana cuando se dirigían hacia Londres. Caroline todavía contaba con dos días más de vacaciones antes que tuviera que regresar al hospital, así que una vez que llegaron a la estación Victoria y se despidieron de sus compañeros de viaje, la tía Meg y ella se dirigieron a tomar el siguiente tren hacia Basingstoke y de allí un taxi para el recorrido de poco más de tres kilómetros hasta Basing.
Una vez en casa, mientras Caroline encendía la chimenea en la salita y llevaba las maletas arriba a los dos pequeños dormitorios. Meg abrió una lata de sopa holandesa, calentó unos panecillos en el horno y preparó el té. Poco después cenaban en la cocina pues ya era tarde y el viaje había resultado cansado.
—No que el tren no fuera cómodo —comentó la tía Meg—, y todos los viajeros resultaron muy agradables, pero no es lo mismo que cuando vas por tu cuenta, ¿no es así? —le sonrió a su sobrina desde el otro lado de la mesa—. No nos hubiera venido mal ese auto Bentley del que me hablaste… esa es la mejor manera de viajar.
Caroline asintió en silencio. El recuerdo de Marius van Houben aún estaba fresco en su mente; pero también era una pérdida de tiempo.
—Desempacaremos en la mañana —le indicó a su tía—. Habrá tiempo para lavar y planchar antes que me marche a Londres.
Al día siguiente se levantó temprano para preparar el té, llenar la lavadora y salir al jardín para mirar a su alrededor. Una semana más y sería abril, pensó. Las flores de su tía ya estaban llenas de botones. Se dedicó a curiosear en el diminuto invernadero antes de regresar a la casa a poner la mesa para el desayuno.
Después de desayunar con Meg, tendió la ropa ahora limpia y se dirigió a la casa de la señora Parkin para recoger a Theobald, el gato de su tía. El sol había salido ya y la aldea estaba encantadora. La joven se detuvo para admirar las casitas y las cabañas a su alrededor antes de llamara la puerta de la vecina.
—Tan bien como llegó —declaró la señora Parkin al entregarle el minino—. ¿Se divirtieron en Holanda?
—Fue encantador, gracias, señora Parkin. Tía Meg vendrá pronto a visitarla y le contará todo.
Caroline llevó el gato de regreso a casa, puso a secar el resto de la ropa, y mientras su tía conversaba con la señora Parkin, fue al centro de la aldea para hacer compras. Allí sus conocidos la interrogaron acerca de sus vacaciones.
—Una ciudad muy interesante desde el aspecto histórico —señaló la esposa del vicario, que se enorgullecía de ser culta—. Por supuesto que visitaron todos los museos y las galerías de arte.
—Bueno, todos los que pudimos —dijo Caroline—. Caminamos mucho para verlo todo. Algunas de las casas son muy bellas…
—Pero no se pueden comparar con una villa italiana —interrumpió la señora Coates, quien visitaba Italia cada primavera, y siguió hablando sobre el tema hasta que terminaron de despacharle.
Cuando se marchó, la señora Reece, la dueña de la tienda, pidió:
—Ahora díganos, Caroline, ¿conoció usted a alguien interesante?
Todos los presentes sabían que se refería a un hombre joven.
—Bueno, no, los demás miembros del grupo eran todos parejas de mediana edad y dos maestras de escuela…
—Pero debe de haber conocido a mucha gente, quiero decir, en la calle —insistió la tendera, quien le tenía mucho afecto a la joven.
—Sí, conocí a una persona. Tuve que entregar un paquete… —Caroline narró su visita a aquella magnífica casa junto al canal y su caída—. Me sentí como una tonta —terminó diciendo
—, y eché a perder un par de medias.
—¿Era muy guapo? —preguntó la señora Reece.
—Oh, sí, mucho… alto y robusto.
—Barcos que pasan de noche —comentó la esposa del vicario—. A menudo se encuentra uno con personas a quienes desearía conocer mejor si se tuviera la oportunidad —le entregó a la tendera una lista de cosas que necesitaba—. Recuerdo una vez cuando estaba en Viena…
Caroline era la última clienta. —Bueno, querida, me alegro mucho de que se haya divertido, aunque es una pena que no hubiera jóvenes en el grupo.
—Olvídese de los jóvenes —replicó la chica, inspeccionando los quesos—. El señor Marius van Houben sería más que suficiente.
Ese día y el siguiente pasaron muy pronto. En la tarde, Caroline tomó un autobús hacia Basingstoke y abordó el tren. Regresaría dos semanas, después durante sus días de descanso, pero en esos momentos la idea no le proporcionaba mucha satisfacción. Odiaba tener que regresar al hospital, pero una vez allí, se sintió contenta.
La residencia de las enfermeras parecía triste por fuera, pero por dentro era bastante alegre, y aunque las habitaciones eran muy pequeñas, estaban amuebladas con buen gusto y había tres salas, una para las enfermeras generales, otra para el personal especializado y otra para las estudiantes. Caroline se asomó a la última de las tres y fue recibida por varias chicas que descansaban y tomaban el té.
Estas le pidieron que dejara a un lado su maleta y les contara acerca de sus vacaciones mientras bebía una taza de té. La joven desempaquetó el pastel que su tía le había dado y lo repartió.
—¿Conociste a algún hombre agradable? —preguntó Janey, una bonita chica.
—No… bueno, si conocí a uno, pero no estoy muy segura de si es agradable…
Todas la estaban escuchando.
—Cuéntanos…
Caroline narró la historia y cuando terminó Janey señaló:
—Pudiste haberte desmayado o comenzado a llorar, algo que llamara su atención. De veras, Caro, para una mujer de veinticuatro años, eres un caso perdido en lo que se refiere a llamar la atención de los hombres.
Caroline respondió que ya sabía qué hacer para la próxima vez, pero pensó al mismo tiempo que mostrarse pálida e indefensa no serviría de mucho con un hombre como van Houben. Los ojos azules de éste eran filosos como una navaja, pensó.
A la mañana siguiente, entró de nuevo a trabajar en el departamento de cirugía femenina, donde había varias camas amontonadas en el centro del salón. —Resulta absurdo todo esto —observó la enfermera James mientras atendía a una paciente y Caroline la ayudaba—. Aquí estamos llenos a reventar mientras hay dos pabellones vacíos porque no hay dinero para mantenerlos abiertos. Ya terminé, señora Crisp. Estoy segura de que ahora se va a sentir más cómoda. Recoja todo, enfermera, por favor, y después vaya a tomar su café.
Corinna se encontraba en la cafetería y cuando vio entrar a Caroline la llamó.
—¿Encontraste la casa? —quiso saber—. Espero que no haya sido demasiada molestia para ti.
Te estoy muy agradecida. Ese libro era muy valioso como para enviarlo por correo… es una primera edición. Muchas gracias. ¿Te divertiste?
—Sí, la pasé muy bien, gracias.
Caroline pensó que Corinna era muy parecida a su primo. Sus ojos también eran azules, aunque su nariz era mucho más delicada, lo cual le favorecía. Si la hubiera conocido mejor, quizá Caroline le habría contado que había conocido a su primo. Pero tal y como estaban las cosas, fue por su café y se sentó en otra mesa con varias amigas.
A las seis de la tarde, cuando terminó su guardia, ya se sentía cansada. Se quitó los zapatos, llamó por teléfono a la tía Meg y se acurrucó con un libro en la sala. El ejercicio al aire libre era esencial para el bienestar de una enfermera, la jefa se lo decía constantemente, pero Caroline decidió que el trabajo de aquel día le había proporcionado más que suficiente ejercicio, y además el aire cargado de humo del tránsito del este de Londres no era bueno. Después de diez minutos de leer, cerró el libro y dejó vagar sus pensamientos.
Las vacaciones en Amsterdam fueron todo un éxito. La tía Meg satisfizo un deseo de hacía mucho tiempo y vieron cuanto pudieron de la ciudad. Hubiera sido agradable poder entrar en algunas de las casas que habían inspeccionado desde la calle. Que pena que no se le ocurrió hacer lo que Janey sugirió. Si se hubiese desmayado o fingido hacerlo, habría podido permanecer mucho más tiempo dentro de la casa de Marius van Houben, lo que le hubiera dado oportunidad para ver más. En realidad sólo pudo ver el vestíbulo antes de la breve conversación en el estudio. Estaría mejor preparada para la próxima vez. Sólo que no habría una próxima vez. Su tía y ella habían ahorrado durante algún tiempo para aquel viaje. No habría vacaciones el año siguiente, y si tenían dinero un año después, de seguro que la tía Meg desearía ir a otra parte.
Caroline se sintió impaciente consigo misma, por lo que se alejó para lavarse el cabello, y para cuando se lo secó y peinó una vez más, ya era la hora de la cena. Después, todas las enfermeras que no estaban de guardia se amontonaron en la sala para tomar el té y charlar.
Cuando se fue a la cama, la joven ya se había olvidado de su descontento. Medio dormida, pensó que en realidad la vida era bastante divertida y que en algún momento y en algún lugar iba a conocer al hombre con el que se casaría. Hasta ahora había sido una figura nebulosa, muy vaga en cuanto a rostro y tono de voz, pero ahora se parecía mucho a Marius van Houben.
Al día siguiente la vida no resultó divertida en lo más mínimo. La ronda de la mañana del doctor Wilkins estuvo muy lejos de ser tranquila. Para empezar, el médico llegó de muy mal humor, lo cual provocó que los estudiantes se pusieran muy nerviosos y cometieran errores. Además, varias de las señoras que dormían plácidamente en sus camas resintieron que él las despertara para examinarlas. La enfermera Cowie, que siempre alardeaba acerca de la perfección del área bajo su jefatura, apretó los labios y habló muy poco, aunque más tarde varias personas iban a recibir los efectos de su afilada lengua.
Ya se acercaba a la última cama cuando fue empujado de pronto a un lado. Caroline, quien llevaba un recipiente en las manos, llegó junto a la paciente justo a tiempo para auxiliarla y, sentándose sobre la cama porque resultaba más fácil, se volvió para dirigirle una sonrisa al galeno.
—Lo siento, doctor Wilkins, pero la señora Clarke siempre siente náuseas de manera inesperada… es muy molesto para ella.
El señor Wilkins se quedó con la boca abierta. Era un hombre pomposo, bajo y de mediana edad, además de un cirujano excelente. Los estudiantes lo veían con admiración, cosa que él disfrutaba, y ahora resultaba que aquella chica insignificante
lo había hecho a un lado y le había indicado que esperara. La realidad era que, de no haber sido por eso, las consecuencias habrían sido muy molestas para él, sin lugar a dudas. Abrió la boca para emitir quizás un regaño, pero la joven habló primero:
—Vaya… la señora Clarke ya se siente mejor —le limpió la cara y recogió el recipiente—. Espero no haber sido demasiado brusca, señor —añadió con tono maternal.
Cuando se alejó, las enfermeras presentes dejaron escapar con alivio, el aire que habían estado conteniendo. El doctor Wilkins miró a su alrededor, pero los rostros que lo observaban parecían muy solemnes.
—Ahora vamos a examinar a la señora Clarke —indicó con gravedad.
Después, cuando tomaba su café, expresó su desaprobación acerca del comportamiento de Caroline.
—No tengo ni el tiempo ni el deseo de hablar con esa enfermera —declaró—. Enfermera Cowie, dejo en sus manos el que hable usted con ella como mejor crea conveniente. Pienso entrevistarme con sus jefes, de todos modos. No puedo permitir que alguien socave mi autoridad.
La hermana, que era una fanática de la disciplina, pero también muy justa, replicó:
—La enfermera actuó para prevenir algo desagradable, doctor. Si ella no hubiera llegado a tiempo junto a la señora Clarke, usted habría resultado… —se detuvo por delicadeza.
—Ella me empujó —le recordó el galeno; muy molesto—, y después tuvo la impertinencia de decir que esperaba no haberme lastimado.
—Pero era eso o que le vomitaran encima, señor —señaló su auxiliar—. Yo estoy de acuerdo con la enfermera. La joven estudiante actuó movida por lo que era mejor tanto para usted como para su paciente. Sería una injusticia culparla por lo que a ella le pareció que era su deber.
El cirujano se había puesto rojo.
—Dado que son más los que opinan así, voy a olvidarme del asunto —dijo—. Pero sepa que voy a vigilar de cerca a esa chica. ¿Cómo se llama?
—Caroline Frisby. Acaba de entrar a su segundo año. Es una alumna que promete mucho.
El doctor Wilkins lanzó una exclamación de disgusto y se alejó con su ayudante. La enfermera Cowie decidió que había que hacer algo respecto a ese asunto y se dirigió a la oficina para ver a su superiora.
Dos días más tarde, justo antes de la ronda del doctor Wilkins, Caroline fue trasladada al pabellón infantil.
Había sido una feliz elección formada por sus dos superioras. La unidad pediátrica se encontraba en la parte de atrás del hospital, en un ala muy moderna que había sido añadida al edificio estilo Victoriano. Esos eran los dominios de la
enfermera Crump, una mujer mayor que tenía fama de estar más loca que una cabra, pero que a la vez era una hacedora de milagros en lo que a la recuperación de sus pequeños pacientes se refería, y los mantenía contentos durante el proceso.
A Caroline le gustó mucho aquel ambiente después de la estricta disciplina del pabellón de mujeres. Las camas no estaban en hileras, sino que eran movidas de un lado a otro según las circunstancias, y en el centro de la sala había varias mesitas llenas de juguetes, ositos de felpa y libros con láminas. A los niños que podían hacerlo se les permitía moverse por el lugar con cierto orden. A primera vista, aquello parecía una casa de locos, pero sí había orden. Todo se hacía acompañado por música muy alegre, y las enfermeras tenían que levantar sus voces por encima de aquel escándalo ya que los niños, a menos que estuvieran muy enfermos, gritaban casi todo el tiempo. Pero también había disciplina. Los niños se dirigían a las enfermeras con mucho respeto.
Había salas laterales, como extensiones de la principal, donde se encontraban los niños más enfermos. Allí había silencio. Los cuartos tenían paredes de cristal y todo lo necesario para los tratamientos urgentes. Después de unos días, la enfermera en jefe le anunció a Caroline que debía hacerse cargo de uno o dos niños para darles los tratamientos especiales que tenían prescritos. La joven observó todos aquellos aparatos, monitores, pantallas y tubos y esperó saber qué hacer. Por supuesto que la instructora se lo había explicado todo, pero aplicar la teoría a la práctica exigía mucha concentración.
Caroline era un poco mayor que la mayoría de las estudiantes y trataba de no llamar la atención, pero sí de cumplir con responsabilidad y alegría sus obligaciones. Al final de la semana, tanto las enfermeras como los niños ya la habían aceptado. Además, la enfermera Crump se había tomado la molestia de presentarla con los diferentes médicos de guardia que visitaban el pabellón, hombres jóvenes y alegres que estaban dispuestos a desperdiciar diez minutos jugando con los niños y mirando a las enfermeras. Cuando el pediatra a cargo llegó para efectuar su ronda, se la presentaron como la nueva enfermera en la sala. El la miró, hizo un movimiento con la cabeza y no le prestó más atención. Y a Caroline le hubiera sorprendido mucho si lo hubiese hecho. Se trataba de un hombre joven, con un rostro atractivo que se iluminaba cuando estaba con los niños. Una de las otras enfermeras le comentó a la joven que el galeno tenía tres hijos pequeños y que se había casado con una enfermera del hospital.
Sin lugar a dudas la ronda no tenía ninguna de las formalidades de las que se llevaban a cabo en las salas de los adultos. El doctor Spence se sentaba sobre los catres y las camitas y a menudo levantaba un brazo a algún niño mientras discutía algo con la enfermera a cargo y con su auxiliar. Cuando llegaron sus siguientes días de descanso, Caroline se fue a su casa mucho más contenta de lo que había estado en mucho tiempo, aunque tuvo que admitir que si lograra borrar de su mente a Marius van Houben, entonces sería completamente feliz. El ocupaba demasiado sus pensamientos, lo cual era absurdo. Apenas habían intercambiado unas pocas palabras, ninguna de ellas fuera de lo normal, y además, ella había quedado como una tonta al caer por los escalones. Si él llegaba a recordarla alguna vez, cosa que dudaba, sería para reírse.
Cuando regresó al hospital después de sus días de descanso, su jefa le informó que estaban escasos de personal pues una de las alumnas de tercer año estaba enferma, y que habían llevado a un niño con heridas graves la noche anterior.
—Se cayó de un muro. Tiene heridas en la cabeza y está en coma. El doctor Spence no quiere operarlo hasta que mejore. Por desgracia, tiene unas costillas rotas y el pulmón perforado, lo que hace riesgoso anestesiarlo. Está recibiendo cuidados especiales, lo cual significa que es probable que usted se quede sola con el resto de los niños durante largos períodos. ¿Cree que pueda salir adelante?
—Haré lo mejor que pueda. ¿No hay nadie muy enfermo en la sala? Se trata entonces de mantenerlos contentos, de alimentarlos…
—Exactamente. Tendrá otra enfermera que la acompañe siempre que sea posible, y creo que no es usted de las que se asustan fácilmente. Ahora vamos a revisar los expedientes.
Fue hasta aquella tarde cuando Caroline tuvo que quedarse sola, y sólo sería durante una hora más o menos, mientras su compañera llevaba a dos niños al departamento de rayos X. Los pequeños ya habían dormido la siesta y Caroline levantó a los que podían hacerlo y los organizó en grupos alrededor de las mesitas. La mayoría se portó bien. Sólo Bertie, de cuatro años, era difícil de controlar. Había ingresado diez días antes, cuando se cayó de un columpio en el área de juegos que estaba debajo de los apartamentos donde vivía con su madre. Fue llevado al hospital con contusiones y raspones.
El mencionado chiquillo no se había acomodado junto a los demás niños alrededor de una de las mesitas. Caroline, quién se encontraba repartiendo hojas de papel y lápices de colores, lo vio dirigirse hacia la puerta de la sala al otro extremo y corrió hacia él para levantarlo en sus brazos, justo en el momento en que la puerta se abrió y Marius van Houben entró.
Caroline, sujetando al inquieto Bertie con cuidado, se quedó mirando al recién llegado y el rostro se le iluminó por la sorpresa y la alegría. Olvidándose de dónde se encontraba y quién era, exclamó muy contenta:
—¡Oh, hola!
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